domingo, 14 de junio de 2020

Relato. Madre Tierra

En la Vila había dos maneras de tener un hijo, hacerlo de forma natural o a través de las frutas y hortalizas. Así fue como Irene, finalmente, dio a luz a su retoño.

Irene se casó con Jordi cuando apenas tenía diecinueve años, y antes de cumplir los veinte ya era la comidilla del pueblo por ser demasiado estrafalaria y no haberse quedado embarazada después de que pasara tanto tiempo.

A Irene le gustaba la medicina natural, la botánica, la astrología y practicaba unas posturas raras que aprendió en un libro de la India. Era una joven tímida, introvertida, demasiado mística para las mujeres de la Vila, y entre friega y refriega en el lavadero, entre jabón y espuma de sábanas, camisones y encajes comentaban sin tregua que su tía había sido bruja.

A Irene aquellos chismorreos le traían al pairo, pero sufría al ver a los chiquillos corretear alrededor de los lavaderos cazando renacuajos con las manos, acumulando la diversión en sus cubos y llenando de carcajadas la colada mientras ella, a pesar de tantísimas piruetas para quedarse preñada como fuese, no conseguía que la tripa brotara ni tener un bebé al que arrullar de noche con sus brazos de hiedra.

Su madre, la señora Aurora, la animaba a no perder la esperanza y le decía que todo era normal, que el primer hijo no llegaba a primeras, que algunas hembras tardaban más que otras, pues la naturaleza, que es muy lista, da a cada cual su fruto a su debido tiempo. Al principio Irene se consolaba pensando que la propia obsesión se lo impedía, pero al segundo año sus amigas, casadas muchísimo más tarde, empezaron a dar las buenas nuevas mientras Irene, sentada en la mecedora del balcón, notaba que su huerta se cuarteaba por dentro.

La cosa empeoró después del quinto. Perdió las ganas de hablar con las vecinas, deshizo los peucos y chaquetitas que había tejido durante largos meses y empezó a acusar a su marido de no hacerle el amor como debía.

—No le pones pasión y eso el cuerpo lo nota, se resiente a absorberte, a empaparse de tu nieve fundida.
—¿Y qué quieres qué haga? Yo no puedo con esto, Irene, por favor. Me haces sentir un macho. Solo falta que llame a un mamporrero.

Los cachorros del pueblo alborotaban aprendiendo a subirse a las carrascas y a tirarse piedras unos a otros, y la escuelita del canto repetía las tablas, los nombres de los reyes, de los ríos, cordilleras, países, capitales, pero ninguna voz llegaba a los oídos de Irene que solo escuchaba su creciente desgracia.

Se mecían los años y a cada balanceo se le hinchaba el vientre de tanta resignación y tanta pena, pues, como dice el refrán, la procesión siempre va por dentro e Irene. Y, por si fuera poco, las mujeres, ignorantes de su padecimiento, le daban la enhorabuena en el mercado, —¿De cuánto estás Irene? Por fin, ¡qué bien!, y otra —¿Cómo vas a llamarlo? ¿Es niño o niña?, —Con ese vientre, así como un melón, de punta, seguro que es varón, así era el mío. Irene, gorda como un bacón, enferma de tristeza y apatía, solo encontraba paz en las idas y venidas a los puestos de frutas y verduras, esperando que, entre tantos aromas, frescura, texturas y la carnosidad de algunas de ellas despertara su cuerpo de ese estado en barbecho y quedara en cinta aquella noche.

Un sábado de julio, mientras el sol filtraba entre las hojas sus primeros bostezos dorados, Irene, con la esperanza de hallar en las huertas la calma que ofrecía ver crecer del suelo el alimento, decidió tumbarse desvestida, boca abajo sobre aquel terreno, para que la fuerza vital llegara al interior de su persona.  Escarbaba con las uñas la tierra y sus lágrimas ungían las raíces de espinacas, patatas, coliflores, zanahorias, pimientos y tomates.

Con los ojos hinchados por las súplicas y su panza de sandía enferma, no podía siquiera ver las gotas que la aurora confundía con lloros. De repente, escuchó uno puerta que se abría, se dio la vuelta y observó a lo lejos que de dentro de los lavaderos salía una mujer esbelta, muy morena de piel, llena de barro, con el rostro arrugado por el sol y el cabello reseco como cepas. Se fue acercando hacía donde ella estaba e Irene alzo la voz para asustarla.

—¡Quieta! ¿Quién eres tú? No me mires, gírate. Quédate ahí, ¡no sigas!, deja al menos que me cubra un poco.

La mujer la miraba fríamente. Irene se arrastró en el fango, alcanzó la bata de algodón y se metió en ella tan deprisa como se escurren en los recovecos las lagartijas cuando tienen miedo.

La mujer no pronunció palabra. Estaba ciega, al menos eso parecía al observar sus ojos, dos cristales opacos sin mirada, oscuros, profundos, como el agua estancada en el fondo de un pozo. Llevaba un bulto atado a sus espaldas, envuelto en unas hojas de espinaca. La tomó de la mano, le hizo un gesto para que la acompañara y se fueron las dos al lavadero, calladas, flotando en la empatía de aquellos que comparten secretos, en el silencio de la larga espera.

Una vez dentro, por telepatía, Irene recibió el mensaje de meterse las dos en el agua, y entraron juntamente en la balsa. El agua estaba helada, pero a Irene le pareció perfecta. La mujer se sumergió en la balsa y ella hizo lo mismo. Allí deshizo el nudo atado a su cintura y descubrió un refajo de verduras y frutas. Una a una le fue dando las piezas con ternura. Irene las olía, las acariciaba suavemente, les susurraba palabras dulces mientras las protegía en su seno. Primero una escarola de cabellos rizados, luego una berenjena-pantorrilla, una coliflor tripa, dos tomates mejilla, un par de brazos apio, almendras de ojos, naricilla cereza, labios judía, unas peras por nalgas, melocotones piel, y cuando se dio cuenta dormía un bebe verdura en su regazo.

La mujer, al ver a Irene tan radiante, entusiasmada, repleta de ilusión y de esperanza, tomó al niño en los brazos y con la mente, pues era el lenguaje con el que se entendían, le pidió que tragara el hueso de tres melocotones que sacó del refajo y que esperara unas cuantas semanas. Irene los tragó sin siquiera preguntar el por qué, eso sí, tomo varios sorbos de la misma agua de la balsa para poder pasarlos por la tráquea y, aun así, por poco se atraganta. La mujer, con otro gesto invisible, pidió a Irene que le devolviera a la criatura recién formada. La tomo en brazos, salió del lavadero con el bebé a la espalda, y se metió en un huerto muy cercano. Irene la siguió, paso por paso. Llegó al pozo de piedra que regaba el campo de la huerta, y de un salto, cayeron ella y niño tierra adentro.  

Irene volvió a casa. La mañana empezaba a canturrear junto a los pájaros. Jordi todavía dormía. Irene no era Irene. Se sentía ligera, aliviada, como si el agua del baño de la balsa le hubiera desprendido de un gran peso. Tal fue así, que las mujeres no pudieron lavar nada aquel día, ni siquiera al siguiente, ni tres días después. Al llegar al lavadero hallaron el agua putrefacta, tan sucia, oliendo a envidia y a agonía podrida que tuvieron que vaciar la balsa entera, limpiar el fondo con rasqueta y cepillo, llenarla con el agua del canal, y airear el lugar una semana y media.

Irene no le contó nunca a nadie lo acontecido. Volvió a la casa, se metió en la cama, y se dejó llevar por los arrullos de su marido mientras la besaba.

A partir de aquel día todo cambió. Empezó a deshincharse. Se sentía feliz, gozosa, incluso hermosa. Paseaba ligera por el pueblo y hablaba con la gente y las tenderas. —Te ves radiante, chica. Y otras cuchicheaban ¿Cuánto ha perdido? Lo menos 15 Kilos, te lo digo ¡Si es que parece otra!
Sin embargo, a medida que Irene iba recuperando sus ganas de vivir, sus paseos diurnos para recoger flores y hacer centros con ellas, sus baños de luna y avistamientos de estrellas fugaces en verano, sus chaquetitas tejidas a ganchillo y su sonrisa, Jordi no daba crédito a las plagas de insectos que acechaban su huerto y su cosecha.

— Este año no podremos salvar ni las patatas. Todo se ha puesto enfermo. Yo ya no sé qué hacer. Hay que arrancarlo todo y plantarlo de nuevo.

Y así pasaba el tiempo. Irene deshinchándose en la casa y Jordi matándose a trabajar en el terreno.
Pero un día cayó enferma. Ya no tenía fuerzas para andar por el campo ni ir al mercado. Su madre se mudó con la pareja para ayudarla en las tareas diarias, y el vecino, Emilio, que era un gran cocinillas y muy buen pastelero, le llevaba garbanzos con salsa de almendra y huevo duro y de postre pasteles de boniato.

Todo ocurrió una mañana de finales de agosto. Jordi estaba en la huerta intentado acabar con las chinches. Aurora barría con esmero, Irene dormitaba en su mecedora de antaño y Emilio se había acercado a la casa para llevar pastel de confitura.

Llamaron a la puerta y el cocinero se dispuso a abrir sin preguntarlo. Una mujer extraña se erguía fuera. Parecía más bien una andrajosa, con la ropa roída y sin zapatos. Llevaba un cesto con melocotones y le dijo que le comprara algunos. De repente se escucharon gritos. Eran gritos de parto, y la tierra tembló de tanto esfuerzo. Emilio entró corriendo a ver lo que ocurría y encontró a Irene con tres melocotones en las manos y la entrepierna goteando sangre.

—Ha dado a luz a tres, dijo Aurora llena de alegría.

Emilio, confundido, volvió a la entrada para cerrar la puerta y despachar deprisa a la mujer, pero no encontró a nadie, por mucho que miró a derecha e izquierda.

Irene estaba exhausta, derrengada. Aun así, tomó los melocotones con cuidado y dijo ‘Ahora hay que esperar, se lo que digo’. Los tres eran hermosos. Rojos, peludos, limpios. Los había dado a luz envueltos todos con su propia rejilla. De repente uno se movió y explotó. Todos miraban a Irene y a los melocotones con ojos de extrañeza y de pavor. El segundo empezó a girar a gran velocidad sobre sí mismo y se centrifugó dejando solo su piel tan delicada sobre el tablero. Finalmente, el tercero, comenzó a dar golpecitos en la mesa y sacó un piececito y luego otro, una mano, ahora un pie, después el hombro…

Emilio corrió a la huerta para avisar a Jordi, Aurelia abrazaba a su hija emocionada. Irene, se abrió la camisa, se sacó un pecho y colocó la fresa de la pequeña boca recién brotada de su primer retoño, del hijo de la madre tierra.