DESCANSO TERMAL
Aquella tarde estaba siendo larga y difícil. Como en un
corral de pollos, los estudiantes se apelotonaban en el pasillo, ahogándome con
el aliento de su desasosiego y piando al unísono las dos palabras que yo más
detestaba: la nota. Entre aquel aleteo de libretas, apuntes y trabajos de
última hora conseguí atravesar la multitud no antes sin sufrir algún que otro
zarandeo y un par de tirones de ropa que acabaron por desgarrarme la
blusa. Como una lagartija a la que
acaban de cortarle la cola, salí corriendo de la universidad sin dirección, con
la única finalidad de refugiarme en un lugar seguro… mi coche. Me senté, me
puse el cinturón, eché marcha atrás, primera, segunda, y cuando me di cuenta ya
estaba llegando a mi destino.
Lo
primero que hice fue pedir una copa de cava.
—Me han hablado mucho y muy bien de este lugar —le dije al
camarero que me contestó con una amplia sonrisa y una mirada esquiva—. De las
propiedades de sus aguas termales y de la calidad de sus baños. Al parecer hace
poco que fueron restaurados, ¿no es así?
— Así es. Un mes para ser más exactos. En este pueblo hubo
más de nueve balnearios, pero de eso hace ya doscientos años. Después de la
guerra, la aristocracia empezó a escasear y los pozos se fueron tapiando uno
detrás de otro. ¿Cuánto tiempo se piensa
usted quedar?
—No tanto como el que necesito.
—Ya verá que al final no querrá marcharse nunca.
Apure
el cava y subí la maleta hasta mi cuarto. Era una estancia grande, acogedora,
sencilla, con ventanales que miraban al rio y desde los que entraba la suave
brisa de las montañas. Perfecto para descansar. Me calcé las pantuflas y me
puse el bañador y el albornoz blanco que yacía sobre la cama a modo de
bienvenida. Salí del cuarto, cerré la puerta y suspiré. —Ya está —pensé—, ya
se ha acabado todo.
Comencé
a descender las escaleras de caracol que llevaban a la planta baja donde se
encontraban las piscinas. Un pórtico de mármol con columnas corintias acogía a
los bañistas con la magnificencia de un templo. En el centro, una piscina
redonda de piedra rojiza con cinco peldaños laterales burbujeaba
incesantemente. Desde el techo, una cúpula con una claraboya decorada con
estrellas doradas, se filtraba la luz de la luna, y alrededor, los pequeños
centelleos de las velas junto con el sonido del agua, daban al lugar una
atmosfera de misterio y ensueño.
—Estamos a punto de cerrar, señora —me susurro una voz
cercana—. Mañana a las siete abriremos de nuevo.
—Solo estaré veinte minutos. Es todo tan encantador aquí.
—Entonces aún tiene tiempo de usar la sauna y la sala de
baños de vapor. Las duchas a presión ya las han apagado.
—Muchas gracias, creo que me daré tan sólo un baño.
Me
quite el albornoz, bajé los peldaños suavemente y me recline dejando que mis
piernas flotaran al compás de las pompas. No recuerdo cuantos minutos estuve
adormilada. Sólo sé que de pronto un fuerte escalofrío me paralizó el cuerpo.
Sentí en la nuca un aire gélido que me atravesó el pecho, a cuyo paso las
llamas de las candelas se fueron apagando bruscamente.
—No se preocupe —dijo la misma voz que me había hablado
anteriormente —, ya es hora de cerrar.
— Quisiera ir a la sauna, por favor. Necesito entrar en
calor. ¿Usted no tiene frio?
— No, yo estoy perfectamente.
Me
señaló el pasillo hasta la sauna y me apresuré a entrar para tumbarme de
inmediato sobre un banco. Enseguida sentí el vapor sobre la piel y la sangre
entibiándose en mis venas. Unos pocos segundos me bastaron para sentirme etérea,
virgen de pensamiento, suave como las gotas que resbalaban por mis senos. Aquella bruma me embriagaba con su placidez y
deseé que el tiempo se detuviera para poder gozar eternamente de esa serenidad
que yo tanto había anhelado. “Medio
minuto más y saldré como nueva”, me convencí a mí misma. Poco rato después, ya empapada
en sudor, me puse en pie y me dirigí a la puerta abriéndome paso con las manos
entre aquella neblina de olor a lavanda. Me sorprendió ver que la puerta estaba
atrancada. Gire el pomo pero no ocurrió nada. Volví a rotarlo varias veces en
ambas direcciones, pero seguía bloqueada. Empezaba a faltarme el aire y me
estaba poniendo cada vez más nerviosa. “¿Algo debo de hacer mal?”, me reproché.
Podía escuchar las palpitaciones de mi corazón galopando cada vez más rápido y
las piernas languideciendo a medida que pasaban los minutos. Entonces me acordé
de la dulce mujer de la piscina, y comencé a gritar y a golpear la puerta con
los puños. “¡Señora!, ¡¿oiga?!, ¡Ábranme, por favor!, me he quedado encerrada”. Pero no vino nadie. Sollozando grité con más
fuerza y arrojé todo mi peso contra la puerta para tratar de derribarla, pero
también fue en vano. La desesperación se estaba adueñando de mi y mi alma
rebosaba ya de angustia. ¡Socorro!, ¡ayúdenme!.
—¿Por qué grita? —musitó aquella voz a mis espaldas que me
era familiar—. Ya le dije que estábamos cerrando, pero usted insistió en tomar
una sauna.
Aterrada
recordé que nunca había visto a la mujer de la piscina. Tan sólo oía su voz. El
pánico dominaba mis sentidos y poco a poco recobré el valor suficiente para darme
la vuelta. Entonces la vi allí, sentada sobre el banco de madera que unos
momentos antes había sido mi celestial reposo. Era una mujer joven, con piel amoratada
y un vestido de tul hecho con los vapores de la estancia. De su cuello colgaba
una cuerda con un pequeño cubo de metal atado al otro extremo.
—¿Quiere un poco de agua?, tiene la boca seca.
Tomé
el cubo y sin pensarlo le di un trago enorme, tenía tanta sed. Sentí morir. Era
un barro pastoso, putrefacto, que me produjo arcadas y comencé a escupir.
—Todo aquí está estancado y es turbio, como usted. Pero no
se preocupe que ya no volverá a sentir angustia, a no ser que alguien tapie su
pozo con usted dentro.
Me
estremecí de horror al escuchar aquellas palabras y enloquecida me abalancé
sobre ella para asfixiarla pero cuál fue mi espanto al darme cuenta que su
figura se desvanecía entre mis dedos. “¡Sáquenme
de una vez, me falta el aire!, ¡socorro!, ¡socorro!”, comencé a chillar
mientras me sangraban los nudillos a fuerza de aporrear la puerta.
Entonces
algo extraño ocurrió. El pomo tomó vida y rotó hacia un lado dejando la puerta
entreabierta. A gatas, respirando a bocanadas, me deslicé hasta divisar la luz
de una pequeña llama en el pasillo, y sacando fuerzas de donde pude rodeé la
piscina hasta alcanzar el portón. Salí de allí espantada y a trompicones subí
los peldaños en espiral de la escalera hasta dejarme caer finalmente extasiada
sobre el suelo del corredor que daba a las habitaciones.
Lo
que pasó después ya no tiene importancia. Los médicos lo atribuyeron al estrés
o a un ataque de ansiedad pasajero. Pero ese mismo año solicité la baja y no
volví al trabajo nunca más. Cambié de centro, cambié de casa, hasta cambié de
coche. Me preguntó que habría sido de mí de no haber salido de aquel pozo.