sábado, 17 de junio de 2017


Micro-Relato: EN OTRO TREN DE LA INDIA

Alisha, con sus piernas torcidas por la polio y su escoba de paja roída esperaba en el andén la llegada del siguiente tren. Sus ojos, de un negro tan profundo como el cosmos, destelleaban desde la salida del túnel con la esperanza de ser la primera en abalanzarse sobre la locomotora y de un brinco subirse al primer vagón antes que ningún otro niño. La oyó acercarse a pesar de los gritos de los vendedores de samosas, chapati, lashi y chai, que con grandes aspavientos corrían de un lado a otro del apeadero temerosos de perderse la ocasión. Como un ratón tullido, y de un sólo respingo, consiguió encaramarse al primer vagón, a pesar de los forcejeos y empujones de la muchedumbre, y con sus manos diminutas abrió la puerta de madera corredera que daba al coche cama de la clase C. Rápidamente comenzó a barrer bajo los asientos agujereados y forrados de un cierto-pelo verde, entre las piernas de los pasajeros, entre los restos de comida de la noche anterior, los vasos de papel maloliente, las bolsas de plástico reventadas y las cucarachas que se paseaban felizmente por el suelo y por encima de sus pies. Sus pupilas chisporroteaban ahora como dos bengalas y sonrió anchamente porque sabía que hoy alguien se compadecería de ella. Dejó el suelo impoluto y fue entonces cuando sonó el silbato, pero nadie le ofrecía una moneda. Esperó unos segundos antes de que el tren arrancase y de que sus ojos dejaran de brillar. A toda prisa, se dirigió a la puerta y desde las escaleras se lanzó para estrellarse contra el suelo. Entonces lo vió: un billete de dólar volaba desde una ventana para posarse frente a ella y al otro lado, desde el fondo de la estación, una manada de niños pordioseros que corrían hacia ella mientras se pegaban y se tiraban de los pelos.

sábado, 10 de junio de 2017

CUENTO DE MISTERIO

DESCANSO TERMAL

Aquella tarde estaba siendo larga y difícil. Como en un corral de pollos, los estudiantes se apelotonaban en el pasillo, ahogándome con el aliento de su desasosiego y piando al unísono las dos palabras que yo más detestaba: la nota. Entre aquel aleteo de libretas, apuntes y trabajos de última hora conseguí atravesar la multitud no antes sin sufrir algún que otro zarandeo y un par de tirones de ropa que acabaron por desgarrarme la blusa.  Como una lagartija a la que acaban de cortarle la cola, salí corriendo de la universidad sin dirección, con la única finalidad de refugiarme en un lugar seguro… mi coche. Me senté, me puse el cinturón, eché marcha atrás, primera, segunda, y cuando me di cuenta ya estaba llegando a mi destino.
Lo primero que hice fue pedir una copa de cava.

Me han hablado mucho y muy bien de este lugar —le dije al camarero que me contestó con una amplia sonrisa y una mirada esquiva—. De las propiedades de sus aguas termales y de la calidad de sus baños. Al parecer hace poco que fueron restaurados, ¿no es así?
 Así es. Un mes para ser más exactos. En este pueblo hubo más de nueve balnearios, pero de eso hace ya doscientos años. Después de la guerra, la aristocracia empezó a escasear y los pozos se fueron tapiando uno detrás de otro.  ¿Cuánto tiempo se piensa usted quedar?
No tanto como el que necesito.
Ya verá que al final no querrá marcharse nunca.

Apure el cava y subí la maleta hasta mi cuarto. Era una estancia grande, acogedora, sencilla, con ventanales que miraban al rio y desde los que entraba la suave brisa de las montañas. Perfecto para descansar. Me calcé las pantuflas y me puse el bañador y el albornoz blanco que yacía sobre la cama a modo de bienvenida. Salí del cuarto, cerré la puerta y suspiré. —Ya está —pensé—, ya se ha acabado todo.

Comencé a descender las escaleras de caracol que llevaban a la planta baja donde se encontraban las piscinas. Un pórtico de mármol con columnas corintias acogía a los bañistas con la magnificencia de un templo. En el centro, una piscina redonda de piedra rojiza con cinco peldaños laterales burbujeaba incesantemente. Desde el techo, una cúpula con una claraboya decorada con estrellas doradas, se filtraba la luz de la luna, y alrededor, los pequeños centelleos de las velas junto con el sonido del agua, daban al lugar una atmosfera de misterio y ensueño.

Estamos a punto de cerrar, señora —me susurro una voz cercana—. Mañana a las siete abriremos de nuevo.
Solo estaré veinte minutos. Es todo tan encantador aquí.
Entonces aún tiene tiempo de usar la sauna y la sala de baños de vapor. Las duchas a presión ya las han apagado.
Muchas gracias, creo que me daré tan sólo un baño.
Me quite el albornoz, bajé los peldaños suavemente y me recline dejando que mis piernas flotaran al compás de las pompas. No recuerdo cuantos minutos estuve adormilada. Sólo sé que de pronto un fuerte escalofrío me paralizó el cuerpo. Sentí en la nuca un aire gélido que me atravesó el pecho, a cuyo paso las llamas de las candelas se fueron apagando bruscamente.
No se preocupe —dijo la misma voz que me había hablado anteriormente —, ya es hora de cerrar.
 Quisiera ir a la sauna, por favor. Necesito entrar en calor. ¿Usted no tiene frio?
 No, yo estoy perfectamente.

Me señaló el pasillo hasta la sauna y me apresuré a entrar para tumbarme de inmediato sobre un banco. Enseguida sentí el vapor sobre la piel y la sangre entibiándose en mis venas. Unos pocos segundos me bastaron para sentirme etérea, virgen de pensamiento, suave como las gotas que resbalaban por mis senos.  Aquella bruma me embriagaba con su placidez y deseé que el tiempo se detuviera para poder gozar eternamente de esa serenidad que yo tanto había anhelado.  “Medio minuto más y saldré como nueva”, me convencí a mí misma. Poco rato después, ya empapada en sudor, me puse en pie y me dirigí a la puerta abriéndome paso con las manos entre aquella neblina de olor a lavanda.  Me sorprendió ver que la puerta estaba atrancada. Gire el pomo pero no ocurrió nada. Volví a rotarlo varias veces en ambas direcciones, pero seguía bloqueada. Empezaba a faltarme el aire y me estaba poniendo cada vez más nerviosa. “¿Algo debo de hacer mal?”, me reproché. Podía escuchar las palpitaciones de mi corazón galopando cada vez más rápido y las piernas languideciendo a medida que pasaban los minutos. Entonces me acordé de la dulce mujer de la piscina, y comencé a gritar y a golpear la puerta con los puños. “¡Señora!, ¡¿oiga?!, ¡Ábranme, por favor!, me he quedado encerrada”.  Pero no vino nadie. Sollozando grité con más fuerza y arrojé todo mi peso contra la puerta para tratar de derribarla, pero también fue en vano. La desesperación se estaba adueñando de mi y mi alma rebosaba ya de angustia. ¡Socorro!, ¡ayúdenme!.

¿Por qué grita? —musitó aquella voz a mis espaldas que me era familiar—. Ya le dije que estábamos cerrando, pero usted insistió en tomar una sauna.

Aterrada recordé que nunca había visto a la mujer de la piscina. Tan sólo oía su voz. El pánico dominaba mis sentidos y poco a poco recobré el valor suficiente para darme la vuelta. Entonces la vi allí, sentada sobre el banco de madera que unos momentos antes había sido mi celestial reposo. Era una mujer joven, con piel amoratada y un vestido de tul hecho con los vapores de la estancia. De su cuello colgaba una cuerda con un pequeño cubo de metal atado al otro extremo.

¿Quiere un poco de agua?, tiene la boca seca.
Tomé el cubo y sin pensarlo le di un trago enorme, tenía tanta sed. Sentí morir. Era un barro pastoso, putrefacto, que me produjo arcadas y comencé a escupir.
Todo aquí está estancado y es turbio, como usted. Pero no se preocupe que ya no volverá a sentir angustia, a no ser que alguien tapie su pozo con usted dentro.

Me estremecí de horror al escuchar aquellas palabras y enloquecida me abalancé sobre ella para asfixiarla pero cuál fue mi espanto al darme cuenta que su figura se desvanecía entre mis dedos.  “¡Sáquenme de una vez, me falta el aire!, ¡socorro!, ¡socorro!”, comencé a chillar mientras me sangraban los nudillos a fuerza de aporrear la puerta.

Entonces algo extraño ocurrió. El pomo tomó vida y rotó hacia un lado dejando la puerta entreabierta. A gatas, respirando a bocanadas, me deslicé hasta divisar la luz de una pequeña llama en el pasillo, y sacando fuerzas de donde pude rodeé la piscina hasta alcanzar el portón. Salí de allí espantada y a trompicones subí los peldaños en espiral de la escalera hasta dejarme caer finalmente extasiada sobre el suelo del corredor que daba a las habitaciones.


Lo que pasó después ya no tiene importancia. Los médicos lo atribuyeron al estrés o a un ataque de ansiedad pasajero. Pero ese mismo año solicité la baja y no volví al trabajo nunca más. Cambié de centro, cambié de casa, hasta cambié de coche. Me preguntó que habría sido de mí de no haber salido de aquel pozo.

jueves, 1 de junio de 2017

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Hemos empezado un proyecto de literatura digital en el que nos encantaría que participaras. Déjanos tu comentario de como te gustaria que siguiera la historia y nos pondremos a ello. También puedes darnos ideas acerca de nuevos personajes e imaginar con nosotros nuevos caminos a elegir.
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