En el salón, un charco de sangre rodeaba la silueta del cadaver; la aguja que marcaba las doce se le había clavado en la sien; el péndulo y la caja aplastaban su cuerpo y los zapatos sobresalían por debajo del reloj de pared al que cada mañana daba cuerda.
La funeraria confirmó que se debió a un accidente doméstico, y al no hallar familiar a su cargo, decidió reutilizar el reloj como ataúd.
Mientras, en el bosque contiguo, un cucú con un ojo humano colgándole del pico, revoloteaba libre entre la flores.