miércoles, 29 de abril de 2020

Relato. EL HEDOR DE LA ESPERANZA


Los copos embestían las mejillas del pequeño Marcel. No conseguía vislumbrar un refugio y arremetía a manotazos contra la ventisca que hincaba sus colmillos en lo más profundo de los huesos. Era valiente, siempre se lo decía su papá, y como en otras ocasiones en las que anochecía de repente, intentaba orientarse y caminar despacio para evitar que un mal descuido le arrastrara al fondo del barranco. Pero sus pies no escucharon los consejos que su padre le había repetido con ahínco y al crujido de una rama podrida, que casi aplasta su cuerpo diminuto, comenzó a correr despavorido, sin rumbo ni destino, para acabar perdiéndose en el monte.

Acurrucado y temblando de frío pensaba en lo enfadado que estaría su padre al enterarse que no había entregado ni uno solo de los quesos del pedido. Es más, a saber dónde habrían quedado en el camino, pues al primer aullido, fue tan espeluznante imaginarse al lobo, que lanzó el cesto hacia unos matorrales y al desandar los pasos con el fin de recogerlos todos, no halló ni cesto, ni quesos ni matojos.

Había recorrido un centenar de veces el camino de Benasal a Vila, y confiaba en la extensa experiencia que le otorgaban sus seis años de vida. Sabía que al llegar a casa su madre le limpiaría los rasguños, como hacia a menudo con las heridas que traía por resbalarse en charcos, saltar paredes demasiado altas, meterse en madrigueras indebidas o robar las almendras de terrenos ajenos. Se acordó de sus caricias tiernas y de sus besos de agua sanadora y no pudo evitar que a su garganta se aglomerara una enorme congoja, formada por miles de sollozos, entrecortándose los unos con los otros por falta de aire y exceso de inocencia. Nadie escuchó sus llamadas a 'mami', ni tampoco pudieron sus piernitas avanzar mucho más con tanta nieve y finalmente, allá sobre la una, se desplomó su cuerpo ya agotado en el abrazo de aquel gélido invierno.

Los ladridos interminables de los perros acabaron por despertar a Singles cuyas blasfemias superaron con creces tantísimo alboroto. Cargó la escopeta, desató los canes y salió de la finca con la certeza que esa noche mataría por fin al jabalí que estaba destrozando sus truferas. No detecto señales ni contempló las huellas de aquel puerco salvaje en ningún lado, pero los perros seguían vociferando, miraban fijamente a su dueño y volteaban el cuerpo hacía unas carrascas moviendo con ansiedad la cola. Aquel comportamiento tan extraño acabó por llamarle la atención y decidió mirar si entre los árboles se encontraba escondido el animal. Pero para su asombro descubrió el cuerpo helado de una frágil criatura desvalida. Arrojó el arma a un lado, se quitó la zamarra, envolvió al niño y protegiéndolo bajo sus recios brazos de hombre curtido por el hambre y el campo corrió hasta la masía y a la voz de ¡mujer! que más que gritos parecían desgarros, supo Rosario que algo andaba muy mal. Bajó las escaleras como lo hacen las vacas y los toros mansos, a trompicones, y al llegar al último escalón quedó paralizada del horror. Cuando Singles observó el reflejo de su propio pavor en el rostro de su humilde esposa, se hincó de rodillas contra el suelo, destapó la figura del infante cubierto de nevisca y rompió a llorar con amargura. Rosario se aproximó para tocarlo, y al acercar la cara a la nariz del chico sintió con emoción que aun respiraba, ¡está vivo!, exclamó. ¡Arrímalo a la chimenea! El fuego hará que vuelva en sí, angelito. Los ojos de los dos ancianos brillaban de esperanza entre tanta negrura. Pero Marcel no quería despertar, y cuando sus mofletes y sus extremidades comenzaron a adquirir cierto tono rojizo y un olor a chamuscado impregnaba casi todo el salón, Singles apartó al chiquillo de las llamas y con doliente pesar miró a Rosario y negó con la cabeza. Está congelado, el frío lo tiene dentro–dijo el anciano alejando a Marcel de las brasas. ¡Pero haz algo por Dios, que se nos muere!, suplicaba Rosario apretando las manitas del crío y besándole sus párpados sellados. –Mata un cordero, una cabra, no sé–Pero Singles sabía que matar al rebaño no era la solución. De nada serviría el sacrificio de meter al zagal y calentarlo en el vientre de una oveja mártir. No había calor que durara por tanto ni detuviera a la guadaña en su sino. Bien lo sabía el viejo. Cuando el aliento fantasmal del monte se cobija en el alma de un pequeño no hay sangre, vísceras ni entrañas que burlen los designios de la muerte.

Ante tal frustración, angustia y culpa, Singles se flagelaba con palabras de hierro, –Si hubiera llegado antes, ay Rosario. Cinco minutos antes nada más. Si no hubiera hecho oídos sordos en la cama, y al primer ladrido de los chuchos me hubiera levantado, fíjate. ¡Collons, Rosario, merda!, se lamentaba Singles sosteniendo a Marcel en su regazo. ¡Merda, Rosario, Merda! De repente el silencio inundo el mundo. Y un segundo después el masovero se puso en pie de un brinco y agarrando al chaval con decisión, salió tan rápido como sus piernas artríticas y torpes le permitieron. Detrás iba Rosario, en camisón y enaguas, sin zapatos, los sabuesos también, todos a una, precipitándose hacia el viejo corral. De un patadón, que aún no se sabe como pudo darlo, se metió dentro del chamizo. ¡Desnúdame al chicuelo, que aún podemos salvarlo! Singles tomó una pala, y con todas sus fuerzas y todo el estiércol mal oliente de un caballo de carga, tres burros y dos machos acumuló un montículo de boñigas, una cuna de excremento reciente. En lo alto cavó un gran agujero, introdujo al pequeño como a un niño sagrado y entre el ardor y el humo de las heces pasaron toda la noche junto al cuerpo. 

La espera se hizo larga, interminable. Además de la peste de aquel cerro de cacas y las plegarias santas de Rosario quiso la madre tierra devolverle a Marcel su espíritu y candor inmaculado, y a los primeros albores del día abrió el chiquillo un ojo y después otro. Empezó a escupir fango, paja, lodo, toda la porquería que había tragado y corriendo se fueron a bañarlo con agua casi hirviendo con romero y tomillo.

Resultó que Marcel era hijo de familia de renombre. El niño del estiércol lo llamaron.

Pasaron muchos años y Marcel creció bien fortachón, acabó sus estudios, se echó novia, se casó y tuvo hijos. También compró una empresa y luego otra, ganó mucho dinero y se hizo rico. De vez en cuando iba al mas de Singles y les llevaba dulces y regalos a los dos ancianitos que le resucitaron. Había noches incluso, para nunca olvidarse de aquellos que le rescataron, que se quedaba a dormir en el corral envuelto en una manta de fiemo, agazapado entre perros, burras, caballos y asnos.

Llegó el momento en que la abuela Rosario (pues así la llamaba Marcel), arrugada y valiosa como una trufa, se enfermó y se fue hacia las estrellas, donde se va la gente que es muy buena. Singles, solo y afligido quiso marcharse y dejar el lugar, pues tenía familia en la ciudad y sin Rosario vivir era pesado. Pero ¿cómo dejar sus animales, sus bancales sembrados, su pasado?

De los últimos años del abuelo se dice que trabajó la tierra, disfrutó el aire, el sol y el campo y una tarde de otoño, mirando como las hojas caían del árbol, en un suave suspiro se fue volando.

Ocurrió lo que ocurre con las cosas hermosas que se olvidan. Se van descomponiendo, degradando y un día Marcel, al pasar por la casa y ver la tierra yerma, y todo tan inerte y tan callado, se acercó a lo que fue una vez pesebre, ya medio derruido, y cayendo al suelo de rodillas lloraba y lamentaba su fracaso, el haberse olvidado de aquella tierra santa y su legado.

Dos semanas después compró Marcel el mas y sus terrenos. Restauró su ganado y la alegría, con los zurullos volvió a crecer la huerta y de la muerte renació la vida como ocurrió con él tiempos lejanos.


Nota de autora: el Mas de Singles existe todavía hoy en Vilafranca del Cid. Es una de las últimas masías que se han conservado y la más elegante, enorme y próspera.

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