Los
copos embestían las mejillas del pequeño Marcel. No conseguía vislumbrar un refugio
y arremetía a manotazos contra la ventisca que hincaba sus colmillos en lo más
profundo de los huesos. Era valiente, siempre se lo decía su papá, y como en
otras ocasiones en las que anochecía de repente, intentaba orientarse y caminar
despacio para evitar que un mal descuido le arrastrara al fondo del barranco.
Pero sus pies no escucharon los consejos que su padre le había repetido con ahínco
y al crujido de una rama podrida, que casi aplasta su cuerpo diminuto, comenzó
a correr despavorido, sin rumbo ni destino, para acabar perdiéndose en el monte.
Acurrucado
y temblando de frío pensaba en lo enfadado que estaría su padre al enterarse
que no había entregado ni uno solo de los quesos del pedido. Es más, a saber
dónde habrían quedado en el camino, pues al primer aullido, fue tan espeluznante
imaginarse al lobo, que lanzó el cesto hacia unos matorrales y al desandar los
pasos con el fin de recogerlos todos, no halló ni cesto, ni quesos ni matojos.
Había
recorrido un centenar de veces el camino de Benasal a Vila, y confiaba en la extensa
experiencia que le otorgaban sus seis años de vida. Sabía que al llegar a casa
su madre le limpiaría los rasguños, como hacia a menudo con las heridas que
traía por resbalarse en charcos, saltar paredes demasiado altas, meterse en
madrigueras indebidas o robar las almendras de terrenos ajenos. Se acordó de
sus caricias tiernas y de sus besos de agua sanadora y no pudo evitar que a su
garganta se aglomerara una enorme congoja, formada por miles de sollozos,
entrecortándose los unos con los otros por falta de aire y exceso de inocencia.
Nadie escuchó sus llamadas a 'mami', ni tampoco pudieron sus piernitas avanzar
mucho más con tanta nieve y finalmente, allá sobre la una, se desplomó su
cuerpo ya agotado en el abrazo de aquel gélido invierno.
Los
ladridos interminables de los perros acabaron por despertar a Singles cuyas
blasfemias superaron con creces tantísimo alboroto. Cargó la escopeta, desató
los canes y salió de la finca con la certeza que esa noche mataría por fin al
jabalí que estaba destrozando sus truferas. No detecto señales ni contempló las huellas
de aquel puerco salvaje en ningún lado, pero los perros seguían vociferando,
miraban fijamente a su dueño y volteaban el cuerpo hacía unas carrascas
moviendo con ansiedad la cola. Aquel comportamiento tan extraño acabó por
llamarle la atención y decidió mirar si entre los árboles se encontraba
escondido el animal. Pero para su asombro descubrió el cuerpo helado de una
frágil criatura desvalida. Arrojó el arma a un lado, se quitó la zamarra,
envolvió al niño y protegiéndolo bajo sus recios brazos de hombre curtido por
el hambre y el campo corrió hasta la masía y a la voz de ¡mujer! que más que
gritos parecían desgarros, supo Rosario que algo andaba muy mal. Bajó las escaleras
como lo hacen las vacas y los toros mansos, a trompicones, y al llegar al
último escalón quedó paralizada del horror. Cuando Singles observó el reflejo
de su propio pavor en el rostro de su humilde esposa, se hincó de rodillas
contra el suelo, destapó la figura del infante cubierto de nevisca y rompió a
llorar con amargura. Rosario se aproximó para tocarlo, y al acercar la cara a
la nariz del chico sintió con emoción que aun respiraba, ¡está vivo!, exclamó. ¡Arrímalo
a la chimenea! El fuego hará que vuelva en sí, angelito. Los ojos de los dos
ancianos brillaban de esperanza entre tanta negrura. Pero Marcel no quería
despertar, y cuando sus mofletes y sus extremidades comenzaron a adquirir
cierto tono rojizo y un olor a chamuscado impregnaba casi todo el salón, Singles
apartó al chiquillo de las llamas y con doliente pesar miró a Rosario y negó con
la cabeza. Está congelado, el frío lo tiene dentro–dijo el anciano alejando a Marcel
de las brasas. ¡Pero haz algo por Dios, que se nos muere!, suplicaba Rosario
apretando las manitas del crío y besándole sus párpados sellados. –Mata un
cordero, una cabra, no sé–Pero Singles sabía que matar al rebaño no era la
solución. De nada serviría el sacrificio de meter al zagal y calentarlo en el
vientre de una oveja mártir. No había calor que durara por tanto ni detuviera a
la guadaña en su sino. Bien lo sabía el viejo. Cuando el aliento fantasmal del
monte se cobija en el alma de un pequeño no hay sangre, vísceras ni entrañas que
burlen los designios de la muerte.
Ante
tal frustración, angustia y culpa, Singles se flagelaba con palabras de hierro,
–Si hubiera llegado antes, ay Rosario. Cinco minutos antes nada más. Si no
hubiera hecho oídos sordos en la cama, y al primer ladrido de los chuchos me
hubiera levantado, fíjate. ¡Collons, Rosario, merda!, se lamentaba Singles
sosteniendo a Marcel en su regazo. ¡Merda, Rosario, Merda! De repente el
silencio inundo el mundo. Y un segundo después el masovero se puso en pie de un
brinco y agarrando al chaval con decisión, salió tan rápido como sus piernas artríticas
y torpes le permitieron. Detrás iba Rosario, en camisón y enaguas, sin zapatos, los
sabuesos también, todos a una, precipitándose hacia el viejo corral. De un
patadón, que aún no se sabe como pudo darlo, se metió dentro del chamizo. ¡Desnúdame
al chicuelo, que aún podemos salvarlo! Singles tomó una pala, y con todas sus
fuerzas y todo el estiércol mal oliente de un caballo de carga, tres burros y dos
machos acumuló un montículo de boñigas, una cuna de excremento reciente. En lo alto
cavó un gran agujero, introdujo al pequeño como a un niño sagrado y entre el
ardor y el humo de las heces pasaron toda la noche junto al cuerpo.
La espera
se hizo larga, interminable. Además de la peste de aquel cerro de cacas y las
plegarias santas de Rosario quiso la madre tierra devolverle a Marcel su
espíritu y candor inmaculado, y a los primeros albores del día abrió el
chiquillo un ojo y después otro. Empezó a escupir fango, paja, lodo, toda la
porquería que había tragado y corriendo se fueron a bañarlo con agua casi
hirviendo con romero y tomillo.
Resultó
que Marcel era hijo de familia de renombre. El niño del estiércol lo llamaron.
Pasaron
muchos años y Marcel creció bien fortachón, acabó sus estudios, se echó novia,
se casó y tuvo hijos. También compró una empresa y luego otra, ganó mucho
dinero y se hizo rico. De vez en cuando iba al mas de Singles y les llevaba dulces
y regalos a los dos ancianitos que le resucitaron. Había noches incluso, para
nunca olvidarse de aquellos que le rescataron, que se quedaba a dormir en el corral
envuelto en una manta de fiemo, agazapado entre perros, burras, caballos y
asnos.
Llegó
el momento en que la abuela Rosario (pues así la llamaba Marcel), arrugada y
valiosa como una trufa, se enfermó y se fue hacia las estrellas, donde se va la
gente que es muy buena. Singles, solo y afligido quiso marcharse y dejar el
lugar, pues tenía familia en la ciudad y sin Rosario vivir era pesado. Pero ¿cómo
dejar sus animales, sus bancales sembrados, su pasado?
De
los últimos años del abuelo se dice que trabajó la tierra, disfrutó el aire, el
sol y el campo y una tarde de otoño, mirando como las hojas caían del árbol, en
un suave suspiro se fue volando.
Ocurrió
lo que ocurre con las cosas hermosas que se olvidan. Se van descomponiendo,
degradando y un día Marcel, al pasar por la casa y ver la tierra yerma, y todo
tan inerte y tan callado, se acercó a lo que fue una vez pesebre, ya medio
derruido, y cayendo al suelo de rodillas lloraba y lamentaba su fracaso, el
haberse olvidado de aquella tierra santa y su legado.
Dos
semanas después compró Marcel el mas y sus terrenos. Restauró su ganado y la
alegría, con los zurullos volvió a crecer la huerta y de la muerte renació la
vida como ocurrió con él tiempos lejanos.
Nota
de autora: el Mas de Singles existe todavía hoy en Vilafranca del Cid. Es una de
las últimas masías que se han conservado y la más elegante, enorme y próspera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario