Ratones
y un Jaguar
Julián
Azcar abandonó el Bar Moderno, llamado así por su mobiliario modernista
inspirado en Paris, con los ojos insuflados de envidia y esa actitud altiva que
solo da la prepotencia de saberse el más rico del pueblo. Ni siquiera terminó
la partida. Harto de escuchar los improperios que John, el forastero,
promulgaba al comparar su auto con un nuevo motor nacido en Inglaterra, dejó
las cartas suavemente en la mesa y con la excusa de tener invitados, tras pagar
el vermut y despedirse de Paco el boticario, marchó hacia casa con paso ligero
y el orgullo herido entre las piernas.
Quitando
del guiñote ninguno se atrevía a llevarle la contraria a Julián, porque era el
amo de la fábrica de telas que daba de comer a las familias de todo el
municipio, excepto John, un escocés de barba peli roja y piernas con varices a
causa del exceso del alcohol. Como las golondrinas, el ‘pebrereta’ (pues enseguida
le pusieron un mote) iba y venía según las estaciones. Llegaba en primavera con
el sol y las flores y antes de asentarse el calor sofocante y el ruido insoportable
de las cigarras cogía su petate y desaparecía de repente. Un viajero errante,
sin oficio, que a nadie importunaba excepto a él, y eso a Julián le sacaba de
quicio, acostumbrado a recibir de todos gratitud, aplausos y alabanzas.
Una
vez en su hogar, una casa lujosa de tres pisos, en la que no escaseaban ni
lujos ni excentricidades (desde la bodega de licores hasta una habitación para
envolver regalos) fue directo al despacho y telefoneó a Barcelona. La
conversación se alargó demasiado, tanto que su mujer, Merceditas Postín, le
volvió a regañar durante la indigesta del puchero y hasta el café, que no
llevaba leche, se le acabó cortando en el estómago.
—No
me tienes en cuenta, ni me escuchas— sollozaba Merceditas a la vez que sorbía
con tristeza un refrescante sorbete de limón. Te cuento mis problemas y mis
preocupaciones y tú estás siempre ausente, en otro mundo.—Perdona
Merceditas— le respondió Julián. Ya sé mi amor que es horrible que el viento
huela a vaca, que las rosas naranjas se hayan pochado por orugas que tienen muy
mal gusto, que cada dos por tres se desafine tu piano de cola y que tu nuevo
traje se haya quedado fuera de las tendencias de la moda. Pero no has de
sufrir, aquí Julián, tu esposo, siempre lo arregla todo, ya lo sabes. Mataremos
a todas las orugas con mil insecticidas venenosos, llamaremos a que venga corriendo
a arreglar esa tecla tan tediosa, y por supuesto, esta tarde cariño, irás a la modista
a adecentarte. No quiero que mi esposa pase penas, ni que la boticaria te haga
sombra.
Merceditas
recuperó de pronto la alegría y besó a su marido con ternura. Dio orden a la
doncella de prepararle el baño y empezó a acicalarse para visitar a la modista
de inmediato.
Pocos
días después, domingo de cuaresma, Julián quiso ofrecer al pueblo un piscolabis
en el refectorio al acabar la misa y los oficios. Había jamón, chorizo y
embutidos. Había empanadas, cocas y croquetas, cacahuetes, pepinillos y olivas,
rosquillas y galletas, hasta vino, moscatel y licores, ganándose el favor de
aquellos invitados más formales: el relojero, el médico, el alcalde, boticario,
maestro, cura, alguacil, abogado, tenientes, masoveros, jefes de maquinaria,
mujeres enjoyadas y un puñado de niños pordioseros a los que Merceditas, con
grandes arrumacos, ofrecía caramelos y dulces. Pronto se acercó John, como un
gato al oler una sardina. De un zarpazo agarró una botella, apuntó al morro,
abrió el gaznate y, casi sin respirar, se bebió el vino.
Borracho
y altanero, pebrereta, sin controlar palabra, comenzó a despreciar el HS de
Julián. Su motor y la carrocería, ruedas y tapicería, interior y exterior, a
comparar lo del español de lo extranjero y a dejarle otra vez en evidencia, burlándose
de sus pertenencias, cosa que a su entender insultaba seriamente a su persona y
a la de su mujer. Pebrereta, que no era más que un pobre desgraciado, se tomaba
aquel enfado con guasa, y cuanto más nervioso se mostraba Julián, más se cebaba
en las comparaciones. Poco faltó para que Don Julián, que parecía ya perder los
nervios, le aventara un puñetazo al escocés, pero el cura supo ponerle fin a
aquel asunto y engatusó al pebrera a acompañarle al interior del templo con la
intención de beberse el santo vino, y en un descuido, lo empujó dentro del
confesionario, y lo encerró con llave dos días enteros, el tiempo que le duró la
borrachera.
Julián
volvió a casa con la cara enjutada en una mezcla de rabia y de vergüenza y
Merceditas, que sabía muy bien como guardar las formas haciéndose la boba o la
prudente, sin mediar palabra, se fue a la habitación y se metió en la cama, sin preguntar siquiera a su marido con quien estuvo hablando la hora y media que
duró la llamada en el despacho. Ninguno de los dos volvió jamás a mencionar el
tema, tampoco a la mañana siguiente, pues en el desayuno, en la terraza, ambos
fingieron no acordarse de nada y en eso se quedó el percance.
Llego
el agosto y con él los veraneantes y los bichos. Y por suerte o desgracia el
pebrereta se fue por donde vino. Con el verano estallaron los festejos y las corridas
de toros en la plaza. Un día de fiesta, sentado en su palco a la sombra y fumándose
un puro, Don Julián tomó de la mano a Merceditas, y viéndola pachucha y
aburrida la quiso sorprender con un regalo. —Vida mía, ¿qué te parece si nos
vamos de viaje a La Ciudad Condal, a Barcelona? Allí podrás comprarte sombreros
tan exóticos y finos como esos que se ven en las películas. Iremos a pasear por grandes avenidas y a ver las animales en las Ramblas. Iremos al teatro y a la ópera, a comer en hermosos restaurantes
donde los camareros sirvan vestidos con chaqué y guantes, el hotel será de
cinco estrellas, verás el mar, sentada en un carruaje. Será maravilloso, ¡reina
mía!
Merceditas
estaba entusiasmada. Nerviosa y pizpireta subía y bajaba las escaleras de
mármol y balaustrada, entraba en cuartos que nadie había pisado, abría y
cerraba armarios y cajones cerciorándose de cogerlo todo, de no olvidarse nada
indispensable, y escribió nota para mozos y criadas de lo que había que hacer
mientras ella marchaba de viaje. No cabía de gozo. Su primera visita a una
enorme ciudad, llena de ruido, luces, cultura y arte.
En
el trayecto del tren Julián leía el periódico, fumaba cigarrillos y revisaba
notas y papeles. Merceditas en cambio soñaba en los lugares que vería. En todo
lo que haría durante los dos días tan joviales que con tanta ilusión
había esperado. Sabía por Isabel, la boticaria, que había una catedral
inacabada. La Sagrada Familia era su nombre. Preciosa, de colores, más alta que
el campanario de la iglesia de Vila, y era digna de ver, ¡cómo perdérsela! Su
prima le explicó que encontraría enormes galerías con mil tiendas de ropa
procedente de París. Hubo incluso momentos que allí, con tantas bestiecillas en la
Rambla, corría peligro si alguno le atacaba y empezaba a temblar, pero entonces
veía a su lado a Julián, y solo con mirarlo, ese pavor tan tonto se
esfumaba.
Doce
horas después, llegaron por fin a la Estación del Norte, su sueño comenzaba en
ese instante.
En
Barcelona se hicieron una foto en blanco y negro dándole de comer a las
palomas. Tomaron chocolate en un café y se hospedaron en un hotel del centro,
donde los camareros no llevaban chaqué, era de tres estrellas no de cinco, y el
mar no se veía ni de lejos. Tampoco quedó tiempo para los pajarillos, para las
catedrales, teatros o museos y la visita se limitó a un paseo antes de recoger
el anhelado encargo.
La
vuelta fue un auténtico tormento. Merceditas no paró de llorar todo el trayecto.
Sentada en un flamante asiento tapizado en color crema, sus lágrimas de
joven vaporosa llagaban su alma resignada. A gran velocidad, y en su
descapotable nacarado, Julián se iba jactando de su triunfo en cada curva y
recta, contaba los kilómetros para llegar al pueblo, para fardar de su poderío.
Imaginaba a John, y pensaba en la cara que pondría el miserable y torpe ‘pebrereta´.
En las bocas abiertas de todos sus compadres al llegar a la plaza en un Jáguar.
En la aclamación del boticario y en la
restauración de su supremacía.
Largas
horas después, cuando acabó el calvario en el que Merceditas envejeció de golpe
veinte años y un mes, entraba un automóvil, un majestuoso coche nunca visto, llamando
a bocinazos la atención, por la larga avenida de Alcalá. Frenó en seco frente al
Bar Moderno, y los hombres al verlo, salieron a aplaudir, a dar la enhorabuena
a aquel galán, al señor Don Julián, al próspero y pudiente caballero.
Al
llegar al hogar Merceditas no quiso retozar ni dormir con Julián y prefirió la
alcoba de invitados. Él optó por dejarla tranquila y que acabara pasando su
rabieta, una bobada más de las de siempre.
Sobre
las diez y pico se levantó e invitó a todos los del pueblo a acercarse a la
Plaza Don Blasco para admirar su nueva adquisición. Clase baja, media y burguesía
se allegaron a darle sus halagos. No tocaban el suelo sus zapatos. Julián iba
flotando entre sonrisas y grandes pavoneos. No cabía en su ser, petulante, engreído
y desairado se mofaba de los otros autos mientras daba consejo a unos y a otros.
Entonces un chiquillo, el hijo del herrero que se fijaba siempre en los
detalles, se acercó entre tímido y curioso y le preguntó a voces, frente a
todos, que por qué había un rasguño en el capó. Los ojos de Julián se pusieron
en blanco, la tez se le secó, su mandíbula se desplomó de cuajo y en un grito
de cólera le reventó el chaleco y la camisa de tanta furia que detonó en su cuerpo.
Don
Julián exigió enjaular al jaguar en el granero y entre sacos y paja se oxidó
aquella joya venida de una isla muy lejana. Un único paseo se recuerda de Julián
conduciendo su capricho, el que tuvo que hacer para esconderlo.
Lo
que Julián no sabe, ni quizás nadie supo en mucho tiempo, es que la misma noche
del regreso, Merceditas bajó hasta las cocinas y rebuscando entre ollas y
cubiertos, halló un cucharón viejo aún punzante, y con la valentía que solo dan
las penas muy profundas, encontró su venganza en el garaje.
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