–¡Al final te daré un
perdigonazo!, dijo Miguel mientras se adentraba por el camino de la canaleta que
estaba al lado mismo de las cuevas de Forcall donde le gustaba pastar a su
rebaño. La paloma, joven y blanca, con sus alas y plumas recién mudadas, brillaba
bajo el sol como una novia. Plantada
sobre un alero de una de las paredes de piedra que limitaban lo largo del
sendero, la radiante pichona arrullaba la mañana en su pecho mientras esperaba,
a su hora exacta, la llegada precisa del pastor.
Era abril. El campo se vestía de margaritas,
rúcula, siempreviva, violetas, zarzal de escaramujo o rosales silvestres,
nazarenos morados y aliagas amarillas de un color tan intenso que hasta el sol
al mirarlas sentía celos. La montaña al
unísono cantaba, como un coro de aves ensayando. Los gorriones piaban en stacatto,
los cuervos al graznar eran trombones, las urracas reían y cantaban allegros, la
pareja de halcones del entorno dirigían el concierto desde lo alto del silvestre
auditorio y las golondrinas, siempre tan atrevidas, surcaban de acrobacias con
su vuelo un cielo que era un jardín de lirios.
Los aromas de la primavera envolvían la
preciosa estampa y perfumaba la brisa los rincones con fragancias de tomillo y romero.
La pichona era fiel. Ni un solo día
fallaba a sus encuentros y Miguel ya empezaba a acostumbrarse a aquella
compañera tan metódica.
El primer día no le dio importancia.
Simplemente le llamó la atención que el ave no le tuviera miedo y le siguiera
desde la fuente de la Canaleta hasta el fondo de las famosas grutas. Al día
siguiente la encontró en el mismo sitio. Y así cada jornada de una semana
entera.
A cada paso que él daba, el ave avanzaba
a pequeños saltitos con suave ligereza de un canto a otro, luego paraba, le
miraba fijamente, con insistencia, como queriendo decirle algo importante, e
incluso a veces dando cuatro aleteos se posaba en medio del camino y se quedaba
erguida, impidiendo la marcha al masovero. Era tan delicada como la flor de
diente de león y daba la impresión que en una ventolera se fuera a deshacer en
finas briznas y volatilizarse como un sueño. Miguel no sabía qué hacer, si
enojarse o mirarla, si apartarla de un golpe o darle cobijo entre sus manos.
Quizá estuviera herida o incluso loca pues actuaba de forma tan extraña que el
pastor empezó a cogerle tirria. ¡Fuera de aquí, pajarraco del diablo!, deja de
perseguirme a todos lados.
Muchas veces, al llegar a la fuente, la
pichona paraba a refrescarse, no sin vigilar como una espía los movimientos de
Miguel y el rebaño. Parecía una bella damisela, peripuesta de velos y de sedas,
con sus alas formando una gran capa de terciopelo albino acabada en cuello
almidonado.
El pastor intentaba ignorarla. Durante
los paseos llenaba su zamarra de caracoles de diferentes formas y tamaño: de
moro, caraguillas y blancos, los más apreciados y escasos y que siempre
encontraba entre las rocas.
Al llegar a las cuevas, un paraje de
cuento en toda regla, pues allí el terreno formaba una moqueta hecha de prado
verde con una balsa de agua cristalina donde moría un pequeño salto de agua de
lluvia, Miguel aprovechaba para tumbarse a la sombra y almorzar un buen trozo
de queso y pan de hogaza bañados con el vino de su bota.
El pastor era sibarita, solía sentarse
sobre un cojín de monja, un matorral de flores lilas con espinas que pinchaban
tanto como las del erizo. Miguel tenía un don particular para sentarse encima
del matojo sin fastidiarse apenas el trasero. Movía las nalgas de tal forma,
adelante y atrás, a un lado y a otro, dos círculos a la izquierda, después otro
del revés y sin saber del todo muy bien cómo, aposentaba el culo entre las zarzas.
El animal lo miraba insistente, de
repente se movía en zigzag, daba saltos de una piedra a otra, cualquier cosa
que llamara la atención del ovejero. –Pero, ¿qué es lo que quieres?, ¡No ves
que no te entiendo!, replicaba Miguel con cierta angustia. Y así un día tras
otro. Primera una semana, luego dos. Y al llegar la tercera, justo en el día sagrado de un viernes santo, ya se había agotado su paciencia. La tierna palomita sin
embargo estaba más nerviosa a medida que pasaba el tiempo.
Pero ese viernes en las cuevas,
mientras el buen pastor intentaba descifrar el mensaje que se escondía tras la
extraña conducta del ave, ella daba vueltas y vueltas a su alrededor. De
repente se tiraba en tierra haciéndose la muerta y estiraba la pata, un minuto
después volvía nuevamente en sí, revoloteaba sin descanso, se posaba en un
hombro y luego en el otro. El acabose vino, cuando sin más, decidió cagarse en
su cabeza.
Miguel, hombre tranquilo y manso, entró en tal
colera que agarró al pájaro al vuelo y antes de retorcerle el cuello le gritó apretándola
en el puño –¡Serás hija de tu madre, rata de aire!, ¡hoy ceno pichón a la
cazuela! La paloma al verse en tanto apuro, con una voz ahogada, replicó
¡Noooo, por favor! ¡Soy un alma perdida! y al instante Miguel soltó al engendro
o monstruo aterrado.
Con los ojos abiertos como los
agujeros de las cuevas y sin dar crédito a lo que acababa de ocurrir, empezó a
reír a carcajadas y la pobre pichona, que seguía allí observándole con su
mirada almendrada y su cuerpo lechoso, azucarado, pues toda ella era un monte
nevado, susurro dulcemente –Soy el alma difunta de Rosario.
Miguel quedó perplejo y aunque el
rebaño empezaba a alejarse, él estaba totalmente en shock, paralizado, tanto
que el pánico le impidió el movimiento. La pichona se le acercó temblando y
torneando la cabecita hacía ambos lados susurró con su voz nívea, de ánima en
pena –Necesito tu ayuda, Miguel mío. No se me despidió como debía. No recibí el
sacramento a tiempo ni tampoco me otorgaron plegarias. Ve a mi familia y diles
que me hagan unas misas. Solo así, tú que eres un buen hombre, podrá mi
espíritu partir hacia otras tierras, dejar de molestarte y cruzar con el alba
el horizonte.
Miguel no conseguía reaccionar.
–¡¿Entiendes lo que digo, o te vas a quedar cual pasmarote?!, preguntó la
paloma enfurecida. El hombre balbuceaba ruidos, intentaba construir palabras,
pero la misma visión de aquel pichón que hablaba igual que el amor de su vida, la
hija del pollero, le impedía configurar vocablo.
–Estoy borracho– dijo al volver en sí
del sobresalto –Ha sido un espejismo, estoy seguro. A lo que la difunta
enfurecida le arreó un picotazo en todo el morro. –¿Te parezco un espíritu
inocente? Tengo sangre caliente, ¡y estoy cansada! Por el amor de Dios, mira
que eres burrico. Tres semanas que llevo dando brincos a ver si te percatas de
mi persona, y tú ahí, tan campante, paseando a tus ovejas, comiendo y
descansando, tumbándote en la hierba tan campante.
Miguel al escucharla hablar de nuevo,
corrió despavorido hacia una cueva y se puso a rezar, algunas oraciones que aun
recordaba. El espectro, con sus alas de pétalos de aleluyas, se evaporizo, y al
instante, se plantificó frente a él, como ocurre con las apariciones. –Vete de
aquí Rosario. No me atormentes más ¡Ay, redeu! Perdóname pichona si fui mala
persona, si he robado patatas de algún otro, si le metí mano a la Vicenta un día
que su marido andaba en la huerta. –¡Escúchame animal! ¿Qué importa eso? Vete
para la plaza y a mi padre le dices que me encargue en Santa Barbara unas
misas, que su hija anda desconsolada desde que la enterraron, deprisa y
corriendo, por haber fallecido de mal de amores. Dile que se deje de ramos y de
flores y que gaste los cuartos en mayores consuelos. Necesito volar a cielos más sublimes y dejar
este cuerpo tan sabroso.
Miguel no daba crédito a lo que oía y
estaba apabullado y compungido, porque aunque fuera cierto lo que aquella
paloma le decía le esperaba una buena paliza si se acercaba al pueblo con el
cuento. –¡¿Cómo voy a decirle yo a tu padre semejante locura, Rosarito?! ¿Tú
quieres que me mate o me tache por loco? No puedo presentarme así en tu casa
encima del odio que me tiene. Tú me
quieres perder. ¿Es esto una venganza por no ser de tu clase, paloma mía? Mira
que ya he sufrido lo insufrible. No mujer, no, ¡no creerá jamás tal disparate! Tú
padre me dará un escopetazo.
Rosarito, totalmente afligida, lloraba
como nunca ha llorado una paloma, muerta o viva. –Si no me ayudas, ¿qué le voy
a hacer? Solo me quedas tú, eres mi única esperanza. Hoy casi me matas, te ha
faltado muy poco, y aquí estoy, en un limbo y no podré salirme de este
encierro. Ay, qué triste y amarga es mi existencia. Más me vale que me comas si
con ello termina esta penitencia.
–Pichona, no es que yo no quiera
auxiliarte o ir a la iglesia, pero estamos hablando de algo muy serio. Si
pudiera ofrecerle una señal, algo a tus allegados, que no me tome por
juerguista o fulero.
–No tengo nada que pueda servirte.
Déjame sola. Vete. ¡Y que te parta un rayo, mala persona!
–Escúchame mujer. Algo habrá que nos
sirva de muestra verdadera. ¡Piensa, que como tú, me juego el cuello! Deja de
llorar tanto, por favor, que no soporto verte hacer pucheros. Anda. chiquilla,
toma, y sécate las lágrimas, que estas llenando el campo de rocío.
El pastor le acercó a la paloma un
pañuelo recién lavado y pulcro que guardaba siempre en su bolsillo y la
fantasma lo tomó en su pata para enjuagarse en él su gran tormento. Se lo llevo
al pico y se sonó los mocos, y después de secarse su lamento, se lo dio a
Miguel con la garrita. Pero al darle la vuelta al mocador observó el pastor,
totalmente perplejo, que en la tela, como a fuego lento, había quedado una mano
de joven estampada y a voz en grito, boyante de alborozo le dijo al pájaro,
–¡Rosario, que te vas al otro barrio! Tenemos la señal, ya estás a salvo.
Lo que vino después, vino rodado, y es
de bobos contar lo que se sabe. Las misas, los rosarios, las ofrendas, todas las
ceremonias necesarias se llevaron a cabo e incluso más. Hubo gente que se
volvió devota y quiso santificar a la pichona, pero todo quedó en un mero
intento.
Después de mucho tiempo, a pesar de desear volver a verla y pasar por la fuente y por las cuevas, mañana y tarde
e incluso por la noche, Miguel entró en vereda y comprendió que Rosario voló
hacia otros parajes mucho más gratos, aunque por supuesto no más bellos. Fue
anidando la melancolía en el corazón del hombre cuando al pasar por la senda no
había una paloma en la pared esperando si no la piedra en seco al descubierto,
y poco a poco dejó el rebaño de ir hacia las cuevas.
Y esta la historia que se esconde en ellas, la historia de Rosario la paloma. Y a veces, los días de suerte, bien en
forma de espectro o de virtuoso pájaro, se aparece al caminante en el sendero y
se para frente a él para observarlo.
Pero qué bonic!!! Una història molt tendra, un aplaudiment!
ResponderEliminarMoltíssimes gràcies!
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