Alimañas
Diurnas
Mi
tía abuela Angelines siempre fue sonámbula, pero a medida que cumplía años sus
escapadas nocturnas por el pueblo se iban haciendo cada vez más frecuentes. Todas
las noches, con sus ojos redondos, abiertos, de lechuza, sus pasos sigilosos de
lince resabiada y engalanada en un camisón blanco con puntilla en los puños y
en el cuello, deambulaba por las callejuelas de adoquines cruzando plazas,
pórticos y patios, hasta llegar al puente que atravesaba el río de las truchas.
Parecía una niña de comunión anciana, con el rostro y el pelo cubiertos por un
velo de bruma, y arrastraba a su paso una cola de encajes hecha de niebla y de relente
frío.
Como
un reloj marcaba el recorrido, en silencio y a ciegas, de su trayecto firme e
inequívoco y tras ella un cortejo de zorros, culebrillas y alimañas conferían
solemnidad y grandeza a aquella procesión improvisada.
Primero,
tras salir de la cama de un gran brinco, descendía la escalera que daba hasta
el corral de los conejos y allí, con más destreza incluso que el herrero, abría
el portalón de doble llave sin dejar que escapara ni un chirrido. Una vez en la
calle, subía a toda prisa la escalera de piedra que llevaba al portal del buen patrón,
Sant Roc, rezaba un par de glorias y tres aves marías en un idioma que recordaba
al íbero, y enfilaba sus pasos a la calle que llevaba el mismo nombre santo.
Pasaba por delante de la iglesia de María Magdalena, donde aguardaba la
comitiva de los animales, los zorros con sus colas y abrigos de piel tersa, elegantes,
y las culebras siseando novenas, enredando sus lenguas en largos y ponzoñosos chismorreos.
Ya en la calle Mayor, cada doscientos metros, más o menos, se adherían
murciélagos, ratones, musarañas y algunas cucarachas rezagadas asomaban su
hocico por las alcantarillas.
Una
vez en la plaza de Don Blasco, Angelines bebía de la fuente, con sus propias
manos, un agua que era un tempano de hielo, pero en sus labios sabía a agua
bendita.
Toda
la ceremonia ocurría a espalda de los vecinos que dormían tranquilos,
agazapados en sus mantas de lana, sin sospechar siquiera que en la calle, bajo un
viento iracundo y una niebla cuajada como leche de oveja, una mujer caduca, una
fantasma virgen hipnotizaba a una montaña entera y a sus bestias con su extraño
vagar y sus plegarias en una lengua que nadie comprendía.
Tras
descansar y recobrar las fuerzas seguía caminando por la larga avenida del Cid
Campeador, y al alcanzar los confines del pueblo, a pesar de la dureza de las
noches de invierno, enfilaba hacia el santuario del LLosar. Una vez en el
templo, farfulleaba algo en aquel lenguaje extraño y desde allí, guiada por su olfato
y por su instinto ancestral, apretaba la marcha sin reposo.
La
noche transcurría entre la ida y la vuelta por el camino que conducía al puente,
dejando a los costados centenares de sendas que morían en bancales, con sus casas
y muros hechos de piedra en seco y, a medida que se acercaba al rio, junto al
sonido del trotar del agua, retumbaban pezuñas de cabras saltando entre las
rocas para llegar a tiempo al ritual.
Y
así finalizaba la peregrinación sagrada, con todos los animales en el río,
bebiendo y compartiendo el placer de aquel bautismo eterno, el renacer del
bosque y la montaña, volver a consagrar un vínculo perpetuo entre el cielo y la
tierra, sumergirse en el líquido sagrado que fluye como arteria de monte y
penetra cada célula madre, cada sorbo vital, el origen de toda la existencia.
Pero
un día de mayo, a la hora del crepúsculo, el sereno tardó más de la cuenta en
encender del todo las farolas, y antes de dirigirse hacia la venta que quedaba
en otra aldea vecina, se percató de aquel espectro cano que descalzo rondaba
por las vías, balbuceando palabras sin sentido, rodeado de sabandijas y de
pequeñas fieras. La siguió a hurtadillas hasta el río y se escondió detrás de
unos zarzales para deleitarse de la grata sorpresa, que al desvestirse para
sumergirse en el torrente, se alzaron frente a él dos pechos tan albinos y
orgullos como almendros en flor en primavera. Y al ver las cabras que lamían sus senos, bebiendo
de la leche de la anciana, a las serpientes envolver su entrepierna, a los
zorros acariciar su pubis con las colas completamente erectas y aquella bacanal
bañada por luceros y por miles de estrellas, salió corriendo en busca del
vicario, horrorizado de tal visión obscena, aunque hubo de parar en el camino
para desfogarse solo entre los pinos.
El
cura dijo que eso no era de Dios. Ni siquiera en latín eran sus rezos, sino en
la lengua de salvajes ancestros y reunió al alcalde, al alguacil y al médico
para tajar de golpe aquel asunto.
Se
ordenó al alguacil vigilar la casa día y noche y por nada del mundo permitirle a
Angelines salir a dar escándalos de nuevo. Pronto aparecieron los animales. Aguardaban
en vela, esperando a Angelines debajo del balcón. Las culebras susurraban sin
tregua, los zorros, de tantos gimoteos, llegaron a quedarse afónicos y mudos, las
cabras se enfrentaban unas a otras rompiéndose los cuernos en batalla, y los
tiros de escopeta que el alguacil pegaba para intentar ahuyentarlos a todos,
resonaban tan fuerte y hacían tanto estruendo que el alcalde mandó que se
olvidará de espantar a las bestias y decretó poner rejas en ventanas y puertas,
sellar accesos con cemento y cal viva y colocar candados en la entrada al
corral con la llaves custodiadas por la iglesia.
Dos
semanas después el sacerdote se acercó a llevar víveres a Angelines, pues al
parecer se alimentaba de las hierbas silvestres que crecían en las macetas.
Angelines devoró el bolo a mordiscos y la hogaza de pan la comió entera. Sin
masticar se tragó un pastel de calabaza, dos docenas enteras de croquetas y
medio kilo de longanizas secas. Durante este festín el vicario intentó
convencerla de abandonar la brujería y volver su mirada hacia el Señor.
Angelines le explicó que no era atea, ¡válgame Dios!, que el talento
lingüístico de hablar la lengua de los antepasados y su capacidad de apaciguar
las fieras era un don de la virgen, un regalo del cielo, una señal divina de
volver al arraigo, chupar de las raíces de la tierra. Aquello al cura le
pareció una herejía y le arreó un bofetón que la pobre Angelines perdió los
pocos dientes que tenía. Salió despavorido a hablar con el doctor, pues aunque el
padre le practicó un exorcismo, Angelines no estaba poseída y de su cuerpecillo
enclenque y tibio no salieron ni brujas, ni demonios, ni harpías.
Al
día siguiente apareció el doctor. Reconoció Angelines con la ingenua esperanza
que su comportamiento se debiera a alguna enfermedad desconocida. La auscultó,
tomó el pulso, se cercioró de su temperatura (36 en total), le revisó la vista,
la tensión, la pesó, le palpó la barriga, los glúteos, las rodillas, le hizo
dar volteretas para medir su elasticidad, le miró la garganta, dentro de las
orejas, tomo nota de su dieta diaria y aún así, después de dos semanas de
continuos exámenes y pruebas, diagnosticó que aquello se debía a un mal
funcionamiento de la mente. Al día siguiente volvió con otro hombre y a la
pobre Angelines le pusieron por vida la camisa de fuerza.
Y
así pasaron días, meses y años. El rio se fue secando y la tía Angelines,
traslada a una clínica de locos, perdió la capacidad de hablar en íbero.
Primero le vino la apatía, poco después le siguió la tristeza, la falta de
apetito y finalmente, su espíritu decidió alejarse en un alzheimer que le duró
10 años.
A
su entierro acudieron, además de sus familiares, el médico, el alcalde, el
alguacil, el sereno, todas las ricachonas disfrazadas de zorro y otras tantas
fisgonas de mente retorcida vestidas de serpientes sin escrúpulos.
Y
esta es la historia de la tía Angelines, acallada en el tiempo del olvido. Pero
el poder que tiene la natura nos supera con creces porque es perenne, infinito,
inagotable. Tanto es así que en los meses de lluvias torrenciales, cuando el
cauce del rio recobra su figura y mana rebosante rezumando alegría, hay
personas que juran haber visto a Angelines retozar con la luna y su manada.
Otras tantas afirman, paseando en el bosque, percibir una estela en forma de
mujer jugando con las cabras en las cuevas rupestres y entre encinas, e incluso
algunos niños aseguran que hay una dama santa que planta robellones cuando
nadie la ve entre la espesura.
Hoy
nació otro bebé en nuestra familia, y creo que entre sueños y sonrisas, pronunciaba
vocablos en una lengua mágica y eterna.
Me parto de risa. Pobre tía Angelines. Que fiereza, una hembra desatada que corrió libre!!!
ResponderEliminarMuchísimas gracias. Sí, creo que hay muchas Angelines en el mundo. Besos
ResponderEliminarMe gusta por salvaje y libre.
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