domingo, 27 de diciembre de 2020

CARTA DE UN PERRO


 Si estás dispuesto

a  tener tu ropa repleta de mis pelos,

a que en cualquier despiste rebusque en la basura,

a fregar mis meadas si no has llegado a tiempo,

a encontrar tu objeto favorito hecho trizas debajo de mi almohada.


Si estás dispuesto

a que te ame aunque tú no quieras,

te reciba con grandes alaridos,

y de saltos y grite,

monte escándalo.

A dejar de tener intimidad,

sentirte perseguido,

hasta acosado,

echarle un pulso al don de la paciencia,

salir a pasear cuando hace frío,

llueve, nieva, caen chuzos de punta,

sufrir si me he perdido, me enfermo, tiemblo, dejo de comer, estoy alicaído

o gimoteo para que no me dejes solo.


Descomponer tu vida y adaptarte a la mía,

dejar que la inocencia entre en tu casa,

hacer un pacto eterno con la lealtad,

conocer el amor verdadero

pues nadie como yo te amará tanto,

recordar mi nombre para siempre,

y que mi huella se impregne en tu camino...


Tendrás en mí

la más hermosa de las ataduras,

el milagro de tener a tu lado un ángel con hocico y cuatro patas,

tu alma gemela, peluda y con bigotes

el ser más puro que haya encontrado humano,

y solo tú podrás

asimilar que tu mundo es perruno

que ya no hay vuelta atrás,

ya no hay remedio,

serás adicto a mí

hasta que el cielo 

reclame mis poderes y mi aliento.






sábado, 15 de agosto de 2020

Poema. Flor de Espina

 



Este poema forma parte de la colección Ausencias publicada por la editorial Calambur.
http://www.calambureditorial.com/a/42928/ausencias
Ausencias



sábado, 25 de julio de 2020

Claridad inerte


Este poema forma parte de la colección Ausencias publicada por la editorial Calambur.
             http://www.calambureditorial.com/a/42928/ausencias 
 
 
Ausencias

jueves, 23 de julio de 2020

Poema. REFLEJOS

Se empapa la ciudad.
Sus calles difuminan
la realidad compacta
donde encajaba antes sin defecto.

El horizonte
resbala en la recta
curvando el iris
de la perspectiva,
y el asfalto
cae cielo abajo
sostenido por arañas enredadas
en nubarrones
que ablandan el discurso
de una lengua de piedra respaldada
por fonemas de luz
y ecos de historia.

Nada es palpable.

Solo la aguada
de un reflejo sincero
responde a la cuestión
de la existencia.

No cabe todo el SER
en lo corpóreo.

sábado, 11 de julio de 2020

A trompicones

Este poema forma parte de la colección Ausencias publicada por la editorial Calambur.
Para adquirirlo o pedirlo visite 
http://www.calambureditorial.com/a/42928/ausencias

domingo, 14 de junio de 2020

Relato. Madre Tierra

En la Vila había dos maneras de tener un hijo, hacerlo de forma natural o a través de las frutas y hortalizas. Así fue como Irene, finalmente, dio a luz a su retoño.

Irene se casó con Jordi cuando apenas tenía diecinueve años, y antes de cumplir los veinte ya era la comidilla del pueblo por ser demasiado estrafalaria y no haberse quedado embarazada después de que pasara tanto tiempo.

A Irene le gustaba la medicina natural, la botánica, la astrología y practicaba unas posturas raras que aprendió en un libro de la India. Era una joven tímida, introvertida, demasiado mística para las mujeres de la Vila, y entre friega y refriega en el lavadero, entre jabón y espuma de sábanas, camisones y encajes comentaban sin tregua que su tía había sido bruja.

A Irene aquellos chismorreos le traían al pairo, pero sufría al ver a los chiquillos corretear alrededor de los lavaderos cazando renacuajos con las manos, acumulando la diversión en sus cubos y llenando de carcajadas la colada mientras ella, a pesar de tantísimas piruetas para quedarse preñada como fuese, no conseguía que la tripa brotara ni tener un bebé al que arrullar de noche con sus brazos de hiedra.

Su madre, la señora Aurora, la animaba a no perder la esperanza y le decía que todo era normal, que el primer hijo no llegaba a primeras, que algunas hembras tardaban más que otras, pues la naturaleza, que es muy lista, da a cada cual su fruto a su debido tiempo. Al principio Irene se consolaba pensando que la propia obsesión se lo impedía, pero al segundo año sus amigas, casadas muchísimo más tarde, empezaron a dar las buenas nuevas mientras Irene, sentada en la mecedora del balcón, notaba que su huerta se cuarteaba por dentro.

La cosa empeoró después del quinto. Perdió las ganas de hablar con las vecinas, deshizo los peucos y chaquetitas que había tejido durante largos meses y empezó a acusar a su marido de no hacerle el amor como debía.

—No le pones pasión y eso el cuerpo lo nota, se resiente a absorberte, a empaparse de tu nieve fundida.
—¿Y qué quieres qué haga? Yo no puedo con esto, Irene, por favor. Me haces sentir un macho. Solo falta que llame a un mamporrero.

Los cachorros del pueblo alborotaban aprendiendo a subirse a las carrascas y a tirarse piedras unos a otros, y la escuelita del canto repetía las tablas, los nombres de los reyes, de los ríos, cordilleras, países, capitales, pero ninguna voz llegaba a los oídos de Irene que solo escuchaba su creciente desgracia.

Se mecían los años y a cada balanceo se le hinchaba el vientre de tanta resignación y tanta pena, pues, como dice el refrán, la procesión siempre va por dentro e Irene. Y, por si fuera poco, las mujeres, ignorantes de su padecimiento, le daban la enhorabuena en el mercado, —¿De cuánto estás Irene? Por fin, ¡qué bien!, y otra —¿Cómo vas a llamarlo? ¿Es niño o niña?, —Con ese vientre, así como un melón, de punta, seguro que es varón, así era el mío. Irene, gorda como un bacón, enferma de tristeza y apatía, solo encontraba paz en las idas y venidas a los puestos de frutas y verduras, esperando que, entre tantos aromas, frescura, texturas y la carnosidad de algunas de ellas despertara su cuerpo de ese estado en barbecho y quedara en cinta aquella noche.

Un sábado de julio, mientras el sol filtraba entre las hojas sus primeros bostezos dorados, Irene, con la esperanza de hallar en las huertas la calma que ofrecía ver crecer del suelo el alimento, decidió tumbarse desvestida, boca abajo sobre aquel terreno, para que la fuerza vital llegara al interior de su persona.  Escarbaba con las uñas la tierra y sus lágrimas ungían las raíces de espinacas, patatas, coliflores, zanahorias, pimientos y tomates.

Con los ojos hinchados por las súplicas y su panza de sandía enferma, no podía siquiera ver las gotas que la aurora confundía con lloros. De repente, escuchó uno puerta que se abría, se dio la vuelta y observó a lo lejos que de dentro de los lavaderos salía una mujer esbelta, muy morena de piel, llena de barro, con el rostro arrugado por el sol y el cabello reseco como cepas. Se fue acercando hacía donde ella estaba e Irene alzo la voz para asustarla.

—¡Quieta! ¿Quién eres tú? No me mires, gírate. Quédate ahí, ¡no sigas!, deja al menos que me cubra un poco.

La mujer la miraba fríamente. Irene se arrastró en el fango, alcanzó la bata de algodón y se metió en ella tan deprisa como se escurren en los recovecos las lagartijas cuando tienen miedo.

La mujer no pronunció palabra. Estaba ciega, al menos eso parecía al observar sus ojos, dos cristales opacos sin mirada, oscuros, profundos, como el agua estancada en el fondo de un pozo. Llevaba un bulto atado a sus espaldas, envuelto en unas hojas de espinaca. La tomó de la mano, le hizo un gesto para que la acompañara y se fueron las dos al lavadero, calladas, flotando en la empatía de aquellos que comparten secretos, en el silencio de la larga espera.

Una vez dentro, por telepatía, Irene recibió el mensaje de meterse las dos en el agua, y entraron juntamente en la balsa. El agua estaba helada, pero a Irene le pareció perfecta. La mujer se sumergió en la balsa y ella hizo lo mismo. Allí deshizo el nudo atado a su cintura y descubrió un refajo de verduras y frutas. Una a una le fue dando las piezas con ternura. Irene las olía, las acariciaba suavemente, les susurraba palabras dulces mientras las protegía en su seno. Primero una escarola de cabellos rizados, luego una berenjena-pantorrilla, una coliflor tripa, dos tomates mejilla, un par de brazos apio, almendras de ojos, naricilla cereza, labios judía, unas peras por nalgas, melocotones piel, y cuando se dio cuenta dormía un bebe verdura en su regazo.

La mujer, al ver a Irene tan radiante, entusiasmada, repleta de ilusión y de esperanza, tomó al niño en los brazos y con la mente, pues era el lenguaje con el que se entendían, le pidió que tragara el hueso de tres melocotones que sacó del refajo y que esperara unas cuantas semanas. Irene los tragó sin siquiera preguntar el por qué, eso sí, tomo varios sorbos de la misma agua de la balsa para poder pasarlos por la tráquea y, aun así, por poco se atraganta. La mujer, con otro gesto invisible, pidió a Irene que le devolviera a la criatura recién formada. La tomo en brazos, salió del lavadero con el bebé a la espalda, y se metió en un huerto muy cercano. Irene la siguió, paso por paso. Llegó al pozo de piedra que regaba el campo de la huerta, y de un salto, cayeron ella y niño tierra adentro.  

Irene volvió a casa. La mañana empezaba a canturrear junto a los pájaros. Jordi todavía dormía. Irene no era Irene. Se sentía ligera, aliviada, como si el agua del baño de la balsa le hubiera desprendido de un gran peso. Tal fue así, que las mujeres no pudieron lavar nada aquel día, ni siquiera al siguiente, ni tres días después. Al llegar al lavadero hallaron el agua putrefacta, tan sucia, oliendo a envidia y a agonía podrida que tuvieron que vaciar la balsa entera, limpiar el fondo con rasqueta y cepillo, llenarla con el agua del canal, y airear el lugar una semana y media.

Irene no le contó nunca a nadie lo acontecido. Volvió a la casa, se metió en la cama, y se dejó llevar por los arrullos de su marido mientras la besaba.

A partir de aquel día todo cambió. Empezó a deshincharse. Se sentía feliz, gozosa, incluso hermosa. Paseaba ligera por el pueblo y hablaba con la gente y las tenderas. —Te ves radiante, chica. Y otras cuchicheaban ¿Cuánto ha perdido? Lo menos 15 Kilos, te lo digo ¡Si es que parece otra!
Sin embargo, a medida que Irene iba recuperando sus ganas de vivir, sus paseos diurnos para recoger flores y hacer centros con ellas, sus baños de luna y avistamientos de estrellas fugaces en verano, sus chaquetitas tejidas a ganchillo y su sonrisa, Jordi no daba crédito a las plagas de insectos que acechaban su huerto y su cosecha.

— Este año no podremos salvar ni las patatas. Todo se ha puesto enfermo. Yo ya no sé qué hacer. Hay que arrancarlo todo y plantarlo de nuevo.

Y así pasaba el tiempo. Irene deshinchándose en la casa y Jordi matándose a trabajar en el terreno.
Pero un día cayó enferma. Ya no tenía fuerzas para andar por el campo ni ir al mercado. Su madre se mudó con la pareja para ayudarla en las tareas diarias, y el vecino, Emilio, que era un gran cocinillas y muy buen pastelero, le llevaba garbanzos con salsa de almendra y huevo duro y de postre pasteles de boniato.

Todo ocurrió una mañana de finales de agosto. Jordi estaba en la huerta intentado acabar con las chinches. Aurora barría con esmero, Irene dormitaba en su mecedora de antaño y Emilio se había acercado a la casa para llevar pastel de confitura.

Llamaron a la puerta y el cocinero se dispuso a abrir sin preguntarlo. Una mujer extraña se erguía fuera. Parecía más bien una andrajosa, con la ropa roída y sin zapatos. Llevaba un cesto con melocotones y le dijo que le comprara algunos. De repente se escucharon gritos. Eran gritos de parto, y la tierra tembló de tanto esfuerzo. Emilio entró corriendo a ver lo que ocurría y encontró a Irene con tres melocotones en las manos y la entrepierna goteando sangre.

—Ha dado a luz a tres, dijo Aurora llena de alegría.

Emilio, confundido, volvió a la entrada para cerrar la puerta y despachar deprisa a la mujer, pero no encontró a nadie, por mucho que miró a derecha e izquierda.

Irene estaba exhausta, derrengada. Aun así, tomó los melocotones con cuidado y dijo ‘Ahora hay que esperar, se lo que digo’. Los tres eran hermosos. Rojos, peludos, limpios. Los había dado a luz envueltos todos con su propia rejilla. De repente uno se movió y explotó. Todos miraban a Irene y a los melocotones con ojos de extrañeza y de pavor. El segundo empezó a girar a gran velocidad sobre sí mismo y se centrifugó dejando solo su piel tan delicada sobre el tablero. Finalmente, el tercero, comenzó a dar golpecitos en la mesa y sacó un piececito y luego otro, una mano, ahora un pie, después el hombro…

Emilio corrió a la huerta para avisar a Jordi, Aurelia abrazaba a su hija emocionada. Irene, se abrió la camisa, se sacó un pecho y colocó la fresa de la pequeña boca recién brotada de su primer retoño, del hijo de la madre tierra.   

viernes, 29 de mayo de 2020

Poema. Terra Enamorada

Ell agafava els folis i feia tires.

Els hi posava una pasteta de farina i aigua
i els pegava llavors per a enviar-m’ho.
Així només calia
enterrar el paper 
per a que eixira un hort organitzat.

Estava fet a escala
i haguera eixit tot atapeït,
perquè hi havia fins i tot
arbres immensos.

El vaig plantar de tota manera,
a l’horta de l’endins
i va créixer de sobte,
com una imatge des de la infantesa
quan olorem les coses conegudes.

Aleshores sentí
l’abraçada de les seues arrels dins del meu pit,
les pàgines nascudes durant l’alba
d'un poema que et mira a contrallum,
els seus ulls mig tancats
després de fer l’amor.

miércoles, 20 de mayo de 2020

Relato. El Tesoro Escondido de las Cuevas


–¡Al final te daré un perdigonazo!, dijo Miguel mientras se adentraba por el camino de la canaleta que estaba al lado mismo de las cuevas de Forcall donde le gustaba pastar a su rebaño. La paloma, joven y blanca, con sus alas y plumas recién mudadas, brillaba bajo el sol como una novia.  Plantada sobre un alero de una de las paredes de piedra que limitaban lo largo del sendero, la radiante pichona arrullaba la mañana en su pecho mientras esperaba, a su hora exacta, la llegada precisa del pastor.

Era abril. El campo se vestía de margaritas, rúcula, siempreviva, violetas, zarzal de escaramujo o rosales silvestres, nazarenos morados y aliagas amarillas de un color tan intenso que hasta el sol al mirarlas sentía celos.  La montaña al unísono cantaba, como un coro de aves ensayando. Los gorriones piaban en stacatto, los cuervos al graznar eran trombones, las urracas reían y cantaban allegros, la pareja de halcones del entorno dirigían el concierto desde lo alto del silvestre auditorio y las golondrinas, siempre tan atrevidas, surcaban de acrobacias con su vuelo un cielo que era un jardín de lirios.

Los aromas de la primavera envolvían la preciosa estampa y perfumaba la brisa los rincones con fragancias de tomillo y romero. 
  
La pichona era fiel. Ni un solo día fallaba a sus encuentros y Miguel ya empezaba a acostumbrarse a aquella compañera tan metódica.

El primer día no le dio importancia. Simplemente le llamó la atención que el ave no le tuviera miedo y le siguiera desde la fuente de la Canaleta hasta el fondo de las famosas grutas. Al día siguiente la encontró en el mismo sitio. Y así cada jornada de una semana entera.

A cada paso que él daba, el ave avanzaba a pequeños saltitos con suave ligereza de un canto a otro, luego paraba, le miraba fijamente, con insistencia, como queriendo decirle algo importante, e incluso a veces dando cuatro aleteos se posaba en medio del camino y se quedaba erguida, impidiendo la marcha al masovero. Era tan delicada como la flor de diente de león y daba la impresión que en una ventolera se fuera a deshacer en finas briznas y volatilizarse como un sueño. Miguel no sabía qué hacer, si enojarse o mirarla, si apartarla de un golpe o darle cobijo entre sus manos. Quizá estuviera herida o incluso loca pues actuaba de forma tan extraña que el pastor empezó a cogerle tirria. ¡Fuera de aquí, pajarraco del diablo!, deja de perseguirme a todos lados.

Muchas veces, al llegar a la fuente, la pichona paraba a refrescarse, no sin vigilar como una espía los movimientos de Miguel y el rebaño. Parecía una bella damisela, peripuesta de velos y de sedas, con sus alas formando una gran capa de terciopelo albino acabada en cuello almidonado.

El pastor intentaba ignorarla. Durante los paseos llenaba su zamarra de caracoles de diferentes formas y tamaño: de moro, caraguillas y blancos, los más apreciados y escasos y que siempre encontraba entre las rocas.

Al llegar a las cuevas, un paraje de cuento en toda regla, pues allí el terreno formaba una moqueta hecha de prado verde con una balsa de agua cristalina donde moría un pequeño salto de agua de lluvia, Miguel aprovechaba para tumbarse a la sombra y almorzar un buen trozo de queso y pan de hogaza bañados con el vino de su bota.

El pastor era sibarita, solía sentarse sobre un cojín de monja, un matorral de flores lilas con espinas que pinchaban tanto como las del erizo. Miguel tenía un don particular para sentarse encima del matojo sin fastidiarse apenas el trasero. Movía las nalgas de tal forma, adelante y atrás, a un lado y a otro, dos círculos a la izquierda, después otro del revés y sin saber del todo muy bien cómo, aposentaba el culo entre las zarzas.

El animal lo miraba insistente, de repente se movía en zigzag, daba saltos de una piedra a otra, cualquier cosa que llamara la atención del ovejero. –Pero, ¿qué es lo que quieres?, ¡No ves que no te entiendo!, replicaba Miguel con cierta angustia. Y así un día tras otro. Primera una semana, luego dos. Y al llegar la tercera, justo en el día sagrado de un viernes santo, ya se había agotado su paciencia. La tierna palomita sin embargo estaba más nerviosa a medida que pasaba el tiempo.

Pero ese viernes en las cuevas, mientras el buen pastor intentaba descifrar el mensaje que se escondía tras la extraña conducta del ave, ella daba vueltas y vueltas a su alrededor. De repente se tiraba en tierra haciéndose la muerta y estiraba la pata, un minuto después volvía nuevamente en sí, revoloteaba sin descanso, se posaba en un hombro y luego en el otro. El acabose vino, cuando sin más, decidió cagarse en su cabeza.

 Miguel, hombre tranquilo y manso, entró en tal colera que agarró al pájaro al vuelo y antes de retorcerle el cuello le gritó apretándola en el puño –¡Serás hija de tu madre, rata de aire!, ¡hoy ceno pichón a la cazuela! La paloma al verse en tanto apuro, con una voz ahogada, replicó ¡Noooo, por favor! ¡Soy un alma perdida! y al instante Miguel soltó al engendro o monstruo aterrado.

Con los ojos abiertos como los agujeros de las cuevas y sin dar crédito a lo que acababa de ocurrir, empezó a reír a carcajadas y la pobre pichona, que seguía allí observándole con su mirada almendrada y su cuerpo lechoso, azucarado, pues toda ella era un monte nevado, susurro dulcemente –Soy el alma difunta de Rosario.

Miguel quedó perplejo y aunque el rebaño empezaba a alejarse, él estaba totalmente en shock, paralizado, tanto que el pánico le impidió el movimiento. La pichona se le acercó temblando y torneando la cabecita hacía ambos lados susurró con su voz nívea, de ánima en pena –Necesito tu ayuda, Miguel mío. No se me despidió como debía. No recibí el sacramento a tiempo ni tampoco me otorgaron plegarias. Ve a mi familia y diles que me hagan unas misas. Solo así, tú que eres un buen hombre, podrá mi espíritu partir hacia otras tierras, dejar de molestarte y cruzar con el alba el horizonte.

Miguel no conseguía reaccionar. –¡¿Entiendes lo que digo, o te vas a quedar cual pasmarote?!, preguntó la paloma enfurecida. El hombre balbuceaba ruidos, intentaba construir palabras, pero la misma visión de aquel pichón que hablaba igual que el amor de su vida, la hija del pollero, le impedía configurar vocablo.

–Estoy borracho– dijo al volver en sí del sobresalto –Ha sido un espejismo, estoy seguro. A lo que la difunta enfurecida le arreó un picotazo en todo el morro. –¿Te parezco un espíritu inocente? Tengo sangre caliente, ¡y estoy cansada! Por el amor de Dios, mira que eres burrico. Tres semanas que llevo dando brincos a ver si te percatas de mi persona, y tú ahí, tan campante, paseando a tus ovejas, comiendo y descansando, tumbándote en la hierba tan campante.

Miguel al escucharla hablar de nuevo, corrió despavorido hacia una cueva y se puso a rezar, algunas oraciones que aun recordaba. El espectro, con sus alas de pétalos de aleluyas, se evaporizo, y al instante, se plantificó frente a él, como ocurre con las apariciones. –Vete de aquí Rosario. No me atormentes más ¡Ay, redeu! Perdóname pichona si fui mala persona, si he robado patatas de algún otro, si le metí mano a la Vicenta un día que su marido andaba en la huerta. –¡Escúchame animal! ¿Qué importa eso? Vete para la plaza y a mi padre le dices que me encargue en Santa Barbara unas misas, que su hija anda desconsolada desde que la enterraron, deprisa y corriendo, por haber fallecido de mal de amores. Dile que se deje de ramos y de flores y que gaste los cuartos en mayores consuelos.  Necesito volar a cielos más sublimes y dejar este cuerpo tan sabroso.

Miguel no daba crédito a lo que oía y estaba apabullado y compungido, porque aunque fuera cierto lo que aquella paloma le decía le esperaba una buena paliza si se acercaba al pueblo con el cuento. –¡¿Cómo voy a decirle yo a tu padre semejante locura, Rosarito?! ¿Tú quieres que me mate o me tache por loco? No puedo presentarme así en tu casa encima del odio que me tiene.  Tú me quieres perder. ¿Es esto una venganza por no ser de tu clase, paloma mía? Mira que ya he sufrido lo insufrible. No mujer, no, ¡no creerá jamás tal disparate! Tú padre me dará un escopetazo.

Rosarito, totalmente afligida, lloraba como nunca ha llorado una paloma, muerta o viva. –Si no me ayudas, ¿qué le voy a hacer? Solo me quedas tú, eres mi única esperanza. Hoy casi me matas, te ha faltado muy poco, y aquí estoy, en un limbo y no podré salirme de este encierro. Ay, qué triste y amarga es mi existencia. Más me vale que me comas si con ello termina esta penitencia.

–Pichona, no es que yo no quiera auxiliarte o ir a la iglesia, pero estamos hablando de algo muy serio. Si pudiera ofrecerle una señal, algo a tus allegados, que no me tome por juerguista o fulero.

–No tengo nada que pueda servirte. Déjame sola. Vete. ¡Y que te parta un rayo, mala persona!

–Escúchame mujer. Algo habrá que nos sirva de muestra verdadera. ¡Piensa, que como tú, me juego el cuello! Deja de llorar tanto, por favor, que no soporto verte hacer pucheros. Anda. chiquilla, toma, y sécate las lágrimas, que estas llenando el campo de rocío.

El pastor le acercó a la paloma un pañuelo recién lavado y pulcro que guardaba siempre en su bolsillo y la fantasma lo tomó en su pata para enjuagarse en él su gran tormento. Se lo llevo al pico y se sonó los mocos, y después de secarse su lamento, se lo dio a Miguel con la garrita. Pero al darle la vuelta al mocador observó el pastor, totalmente perplejo, que en la tela, como a fuego lento, había quedado una mano de joven estampada y a voz en grito, boyante de alborozo le dijo al pájaro, –¡Rosario, que te vas al otro barrio! Tenemos la señal, ya estás a salvo.

Lo que vino después, vino rodado, y es de bobos contar lo que se sabe. Las misas, los rosarios, las ofrendas, todas las ceremonias necesarias se llevaron a cabo e incluso más. Hubo gente que se volvió devota y quiso santificar a la pichona, pero todo quedó en un mero intento.

Después de mucho tiempo, a pesar de desear volver a verla y pasar por la fuente y por las cuevas, mañana y tarde e incluso por la noche, Miguel entró en vereda y comprendió que Rosario voló hacia otros parajes mucho más gratos, aunque por supuesto no más bellos. Fue anidando la melancolía en el corazón del hombre cuando al pasar por la senda no había una paloma en la pared esperando si no la piedra en seco al descubierto, y poco a poco dejó el rebaño de ir hacia las cuevas.

Y esta la historia que se esconde en ellas, la historia de Rosario la paloma. Y a veces, los días de suerte, bien en forma de espectro o de virtuoso pájaro, se aparece al caminante en el sendero y se para frente a él para observarlo.    

martes, 12 de mayo de 2020

Hormigas sin Cabeza

Este poema forma parte de la colección Ausencias publicada por la editorial Calambur.
 
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miércoles, 29 de abril de 2020

Relato. EL HEDOR DE LA ESPERANZA


Los copos embestían las mejillas del pequeño Marcel. No conseguía vislumbrar un refugio y arremetía a manotazos contra la ventisca que hincaba sus colmillos en lo más profundo de los huesos. Era valiente, siempre se lo decía su papá, y como en otras ocasiones en las que anochecía de repente, intentaba orientarse y caminar despacio para evitar que un mal descuido le arrastrara al fondo del barranco. Pero sus pies no escucharon los consejos que su padre le había repetido con ahínco y al crujido de una rama podrida, que casi aplasta su cuerpo diminuto, comenzó a correr despavorido, sin rumbo ni destino, para acabar perdiéndose en el monte.

Acurrucado y temblando de frío pensaba en lo enfadado que estaría su padre al enterarse que no había entregado ni uno solo de los quesos del pedido. Es más, a saber dónde habrían quedado en el camino, pues al primer aullido, fue tan espeluznante imaginarse al lobo, que lanzó el cesto hacia unos matorrales y al desandar los pasos con el fin de recogerlos todos, no halló ni cesto, ni quesos ni matojos.

Había recorrido un centenar de veces el camino de Benasal a Vila, y confiaba en la extensa experiencia que le otorgaban sus seis años de vida. Sabía que al llegar a casa su madre le limpiaría los rasguños, como hacia a menudo con las heridas que traía por resbalarse en charcos, saltar paredes demasiado altas, meterse en madrigueras indebidas o robar las almendras de terrenos ajenos. Se acordó de sus caricias tiernas y de sus besos de agua sanadora y no pudo evitar que a su garganta se aglomerara una enorme congoja, formada por miles de sollozos, entrecortándose los unos con los otros por falta de aire y exceso de inocencia. Nadie escuchó sus llamadas a 'mami', ni tampoco pudieron sus piernitas avanzar mucho más con tanta nieve y finalmente, allá sobre la una, se desplomó su cuerpo ya agotado en el abrazo de aquel gélido invierno.

Los ladridos interminables de los perros acabaron por despertar a Singles cuyas blasfemias superaron con creces tantísimo alboroto. Cargó la escopeta, desató los canes y salió de la finca con la certeza que esa noche mataría por fin al jabalí que estaba destrozando sus truferas. No detecto señales ni contempló las huellas de aquel puerco salvaje en ningún lado, pero los perros seguían vociferando, miraban fijamente a su dueño y volteaban el cuerpo hacía unas carrascas moviendo con ansiedad la cola. Aquel comportamiento tan extraño acabó por llamarle la atención y decidió mirar si entre los árboles se encontraba escondido el animal. Pero para su asombro descubrió el cuerpo helado de una frágil criatura desvalida. Arrojó el arma a un lado, se quitó la zamarra, envolvió al niño y protegiéndolo bajo sus recios brazos de hombre curtido por el hambre y el campo corrió hasta la masía y a la voz de ¡mujer! que más que gritos parecían desgarros, supo Rosario que algo andaba muy mal. Bajó las escaleras como lo hacen las vacas y los toros mansos, a trompicones, y al llegar al último escalón quedó paralizada del horror. Cuando Singles observó el reflejo de su propio pavor en el rostro de su humilde esposa, se hincó de rodillas contra el suelo, destapó la figura del infante cubierto de nevisca y rompió a llorar con amargura. Rosario se aproximó para tocarlo, y al acercar la cara a la nariz del chico sintió con emoción que aun respiraba, ¡está vivo!, exclamó. ¡Arrímalo a la chimenea! El fuego hará que vuelva en sí, angelito. Los ojos de los dos ancianos brillaban de esperanza entre tanta negrura. Pero Marcel no quería despertar, y cuando sus mofletes y sus extremidades comenzaron a adquirir cierto tono rojizo y un olor a chamuscado impregnaba casi todo el salón, Singles apartó al chiquillo de las llamas y con doliente pesar miró a Rosario y negó con la cabeza. Está congelado, el frío lo tiene dentro–dijo el anciano alejando a Marcel de las brasas. ¡Pero haz algo por Dios, que se nos muere!, suplicaba Rosario apretando las manitas del crío y besándole sus párpados sellados. –Mata un cordero, una cabra, no sé–Pero Singles sabía que matar al rebaño no era la solución. De nada serviría el sacrificio de meter al zagal y calentarlo en el vientre de una oveja mártir. No había calor que durara por tanto ni detuviera a la guadaña en su sino. Bien lo sabía el viejo. Cuando el aliento fantasmal del monte se cobija en el alma de un pequeño no hay sangre, vísceras ni entrañas que burlen los designios de la muerte.

Ante tal frustración, angustia y culpa, Singles se flagelaba con palabras de hierro, –Si hubiera llegado antes, ay Rosario. Cinco minutos antes nada más. Si no hubiera hecho oídos sordos en la cama, y al primer ladrido de los chuchos me hubiera levantado, fíjate. ¡Collons, Rosario, merda!, se lamentaba Singles sosteniendo a Marcel en su regazo. ¡Merda, Rosario, Merda! De repente el silencio inundo el mundo. Y un segundo después el masovero se puso en pie de un brinco y agarrando al chaval con decisión, salió tan rápido como sus piernas artríticas y torpes le permitieron. Detrás iba Rosario, en camisón y enaguas, sin zapatos, los sabuesos también, todos a una, precipitándose hacia el viejo corral. De un patadón, que aún no se sabe como pudo darlo, se metió dentro del chamizo. ¡Desnúdame al chicuelo, que aún podemos salvarlo! Singles tomó una pala, y con todas sus fuerzas y todo el estiércol mal oliente de un caballo de carga, tres burros y dos machos acumuló un montículo de boñigas, una cuna de excremento reciente. En lo alto cavó un gran agujero, introdujo al pequeño como a un niño sagrado y entre el ardor y el humo de las heces pasaron toda la noche junto al cuerpo. 

La espera se hizo larga, interminable. Además de la peste de aquel cerro de cacas y las plegarias santas de Rosario quiso la madre tierra devolverle a Marcel su espíritu y candor inmaculado, y a los primeros albores del día abrió el chiquillo un ojo y después otro. Empezó a escupir fango, paja, lodo, toda la porquería que había tragado y corriendo se fueron a bañarlo con agua casi hirviendo con romero y tomillo.

Resultó que Marcel era hijo de familia de renombre. El niño del estiércol lo llamaron.

Pasaron muchos años y Marcel creció bien fortachón, acabó sus estudios, se echó novia, se casó y tuvo hijos. También compró una empresa y luego otra, ganó mucho dinero y se hizo rico. De vez en cuando iba al mas de Singles y les llevaba dulces y regalos a los dos ancianitos que le resucitaron. Había noches incluso, para nunca olvidarse de aquellos que le rescataron, que se quedaba a dormir en el corral envuelto en una manta de fiemo, agazapado entre perros, burras, caballos y asnos.

Llegó el momento en que la abuela Rosario (pues así la llamaba Marcel), arrugada y valiosa como una trufa, se enfermó y se fue hacia las estrellas, donde se va la gente que es muy buena. Singles, solo y afligido quiso marcharse y dejar el lugar, pues tenía familia en la ciudad y sin Rosario vivir era pesado. Pero ¿cómo dejar sus animales, sus bancales sembrados, su pasado?

De los últimos años del abuelo se dice que trabajó la tierra, disfrutó el aire, el sol y el campo y una tarde de otoño, mirando como las hojas caían del árbol, en un suave suspiro se fue volando.

Ocurrió lo que ocurre con las cosas hermosas que se olvidan. Se van descomponiendo, degradando y un día Marcel, al pasar por la casa y ver la tierra yerma, y todo tan inerte y tan callado, se acercó a lo que fue una vez pesebre, ya medio derruido, y cayendo al suelo de rodillas lloraba y lamentaba su fracaso, el haberse olvidado de aquella tierra santa y su legado.

Dos semanas después compró Marcel el mas y sus terrenos. Restauró su ganado y la alegría, con los zurullos volvió a crecer la huerta y de la muerte renació la vida como ocurrió con él tiempos lejanos.


Nota de autora: el Mas de Singles existe todavía hoy en Vilafranca del Cid. Es una de las últimas masías que se han conservado y la más elegante, enorme y próspera.

miércoles, 22 de abril de 2020

Relato. RATONES Y UN JAGUAR


Ratones y un Jaguar

Julián Azcar abandonó el Bar Moderno, llamado así por su mobiliario modernista inspirado en Paris, con los ojos insuflados de envidia y esa actitud altiva que solo da la prepotencia de saberse el más rico del pueblo. Ni siquiera terminó la partida. Harto de escuchar los improperios que John, el forastero, promulgaba al comparar su auto con un nuevo motor nacido en Inglaterra, dejó las cartas suavemente en la mesa y con la excusa de tener invitados, tras pagar el vermut y despedirse de Paco el boticario, marchó hacia casa con paso ligero y el orgullo herido entre las piernas.

Quitando del guiñote ninguno se atrevía a llevarle la contraria a Julián, porque era el amo de la fábrica de telas que daba de comer a las familias de todo el municipio, excepto John, un escocés de barba peli roja y piernas con varices a causa del exceso del alcohol. Como las golondrinas, el ‘pebrereta’ (pues enseguida le pusieron un mote) iba y venía según las estaciones. Llegaba en primavera con el sol y las flores y antes de asentarse el calor sofocante y el ruido insoportable de las cigarras cogía su petate y desaparecía de repente. Un viajero errante, sin oficio, que a nadie importunaba excepto a él, y eso a Julián le sacaba de quicio, acostumbrado a recibir de todos gratitud, aplausos y alabanzas.

Una vez en su hogar, una casa lujosa de tres pisos, en la que no escaseaban ni lujos ni excentricidades (desde la bodega de licores hasta una habitación para envolver regalos) fue directo al despacho y telefoneó a Barcelona. La conversación se alargó demasiado, tanto que su mujer, Merceditas Postín, le volvió a regañar durante la indigesta del puchero y hasta el café, que no llevaba leche, se le acabó cortando en el estómago.

—No me tienes en cuenta, ni me escuchas— sollozaba Merceditas a la vez que sorbía con tristeza un refrescante sorbete de limón. Te cuento mis problemas y mis preocupaciones y tú estás siempre ausente, en otro mundo.—Perdona Merceditas— le respondió Julián. Ya sé mi amor que es horrible que el viento huela a vaca, que las rosas naranjas se hayan pochado por orugas que tienen muy mal gusto, que cada dos por tres se desafine tu piano de cola y que tu nuevo traje se haya quedado fuera de las tendencias de la moda. Pero no has de sufrir, aquí Julián, tu esposo, siempre lo arregla todo, ya lo sabes. Mataremos a todas las orugas con mil insecticidas venenosos, llamaremos a que venga corriendo a arreglar esa tecla tan tediosa, y por supuesto, esta tarde cariño, irás a la modista a adecentarte. No quiero que mi esposa pase penas, ni que la boticaria te haga sombra.

Merceditas recuperó de pronto la alegría y besó a su marido con ternura. Dio orden a la doncella de prepararle el baño y empezó a acicalarse para visitar a la modista de inmediato.

Pocos días después, domingo de cuaresma, Julián quiso ofrecer al pueblo un piscolabis en el refectorio al acabar la misa y los oficios. Había jamón, chorizo y embutidos. Había empanadas, cocas y croquetas, cacahuetes, pepinillos y olivas, rosquillas y galletas, hasta vino, moscatel y licores, ganándose el favor de aquellos invitados más formales: el relojero, el médico, el alcalde, boticario, maestro, cura, alguacil, abogado, tenientes, masoveros, jefes de maquinaria, mujeres enjoyadas y un puñado de niños pordioseros a los que Merceditas, con grandes arrumacos, ofrecía caramelos y dulces. Pronto se acercó John, como un gato al oler una sardina. De un zarpazo agarró una botella, apuntó al morro, abrió el gaznate y, casi sin respirar, se bebió el vino.

Borracho y altanero, pebrereta, sin controlar palabra, comenzó a despreciar el HS de Julián. Su motor y la carrocería, ruedas y tapicería, interior y exterior, a comparar lo del español de lo extranjero y a dejarle otra vez en evidencia, burlándose de sus pertenencias, cosa que a su entender insultaba seriamente a su persona y a la de su mujer. Pebrereta, que no era más que un pobre desgraciado, se tomaba aquel enfado con guasa, y cuanto más nervioso se mostraba Julián, más se cebaba en las comparaciones. Poco faltó para que Don Julián, que parecía ya perder los nervios, le aventara un puñetazo al escocés, pero el cura supo ponerle fin a aquel asunto y engatusó al pebrera a acompañarle al interior del templo con la intención de beberse el santo vino, y en un descuido, lo empujó dentro del confesionario, y lo encerró con llave dos días enteros, el tiempo que le duró la borrachera.

Julián volvió a casa con la cara enjutada en una mezcla de rabia y de vergüenza y Merceditas, que sabía muy bien como guardar las formas haciéndose la boba o la prudente, sin mediar palabra, se fue a la habitación y se metió en la cama, sin preguntar siquiera a su marido con quien estuvo hablando la hora y media que duró la llamada en el despacho. Ninguno de los dos volvió jamás a mencionar el tema, tampoco a la mañana siguiente, pues en el desayuno, en la terraza, ambos fingieron no acordarse de nada y en eso se quedó el percance.

Llego el agosto y con él los veraneantes y los bichos. Y por suerte o desgracia el pebrereta se fue por donde vino. Con el verano estallaron los festejos y las corridas de toros en la plaza. Un día de fiesta, sentado en su palco a la sombra y fumándose un puro, Don Julián tomó de la mano a Merceditas, y viéndola pachucha y aburrida la quiso sorprender con un regalo. —Vida mía, ¿qué te parece si nos vamos de viaje a La Ciudad Condal, a Barcelona? Allí podrás comprarte sombreros tan exóticos y finos como esos que se ven en las películas.  Iremos a pasear por grandes avenidas y a ver las animales en las Ramblas. Iremos al teatro y a la ópera, a comer en hermosos restaurantes donde los camareros sirvan vestidos con chaqué y guantes, el hotel será de cinco estrellas, verás el mar, sentada en un carruaje. Será maravilloso, ¡reina mía!

Merceditas estaba entusiasmada. Nerviosa y pizpireta subía y bajaba las escaleras de mármol y balaustrada, entraba en cuartos que nadie había pisado, abría y cerraba armarios y cajones cerciorándose de cogerlo todo, de no olvidarse nada indispensable, y escribió nota para mozos y criadas de lo que había que hacer mientras ella marchaba de viaje. No cabía de gozo. Su primera visita a una enorme ciudad, llena de ruido, luces, cultura y arte.

En el trayecto del tren Julián leía el periódico, fumaba cigarrillos y revisaba notas y papeles. Merceditas en cambio soñaba en los lugares que vería. En todo lo que haría durante los dos días tan joviales que con tanta ilusión había esperado. Sabía por Isabel, la boticaria, que había una catedral inacabada. La Sagrada Familia era su nombre. Preciosa, de colores, más alta que el campanario de la iglesia de Vila, y era digna de ver, ¡cómo perdérsela! Su prima le explicó que encontraría enormes galerías con mil tiendas de ropa procedente de París. Hubo incluso momentos que allí, con tantas bestiecillas en la Rambla, corría peligro si alguno le atacaba y empezaba a temblar, pero entonces veía a su lado a Julián, y solo con mirarlo, ese pavor tan tonto se esfumaba.

Doce horas después, llegaron por fin a la Estación del Norte, su sueño comenzaba en ese instante.

En Barcelona se hicieron una foto en blanco y negro dándole de comer a las palomas. Tomaron chocolate en un café y se hospedaron en un hotel del centro, donde los camareros no llevaban chaqué, era de tres estrellas no de cinco, y el mar no se veía ni de lejos. Tampoco quedó tiempo para los pajarillos, para las catedrales, teatros o museos y la visita se limitó a un paseo antes de recoger el anhelado encargo.

La vuelta fue un auténtico tormento. Merceditas no paró de llorar todo el trayecto. Sentada en un flamante asiento tapizado en color crema, sus lágrimas de joven vaporosa llagaban su alma resignada. A gran velocidad, y en su descapotable nacarado, Julián se iba jactando de su triunfo en cada curva y recta, contaba los kilómetros para llegar al pueblo, para fardar de su poderío. Imaginaba a John, y pensaba en la cara que pondría el miserable y torpe ‘pebrereta´. En las bocas abiertas de todos sus compadres al llegar a la plaza en un Jáguar.  En la aclamación del boticario y en la restauración de su supremacía.

Largas horas después, cuando acabó el calvario en el que Merceditas envejeció de golpe veinte años y un mes, entraba un automóvil, un majestuoso coche nunca visto, llamando a bocinazos la atención, por la larga avenida de Alcalá. Frenó en seco frente al Bar Moderno, y los hombres al verlo, salieron a aplaudir, a dar la enhorabuena a aquel galán, al señor Don Julián, al próspero y pudiente caballero.

Al llegar al hogar Merceditas no quiso retozar ni dormir con Julián y prefirió la alcoba de invitados. Él optó por dejarla tranquila y que acabara pasando su rabieta, una bobada más de las de siempre.

Sobre las diez y pico se levantó e invitó a todos los del pueblo a acercarse a la Plaza Don Blasco para admirar su nueva adquisición. Clase baja, media y burguesía se allegaron a darle sus halagos. No tocaban el suelo sus zapatos. Julián iba flotando entre sonrisas y grandes pavoneos. No cabía en su ser, petulante, engreído y desairado se mofaba de los otros autos mientras daba consejo a unos y a otros. Entonces un chiquillo, el hijo del herrero que se fijaba siempre en los detalles, se acercó entre tímido y curioso y le preguntó a voces, frente a todos, que por qué había un rasguño en el capó. Los ojos de Julián se pusieron en blanco, la tez se le secó, su mandíbula se desplomó de cuajo y en un grito de cólera le reventó el chaleco y la camisa de tanta furia que detonó en su cuerpo.

Don Julián exigió enjaular al jaguar en el granero y entre sacos y paja se oxidó aquella joya venida de una isla muy lejana. Un único paseo se recuerda de Julián conduciendo su capricho, el que tuvo que hacer para esconderlo.

Lo que Julián no sabe, ni quizás nadie supo en mucho tiempo, es que la misma noche del regreso, Merceditas bajó hasta las cocinas y rebuscando entre ollas y cubiertos, halló un cucharón viejo aún punzante, y con la valentía que solo dan las penas muy profundas, encontró su venganza en el garaje.

domingo, 19 de abril de 2020

Devastados

Este poema forma parte del nuevo libro de poesía de Ruth Sancho Huerga.
http://www.calambureditorial.com/a/42928/ausencias

Ausencias

martes, 14 de abril de 2020

Relato ALIMAÑAS DIURNAS


Alimañas Diurnas

Mi tía abuela Angelines siempre fue sonámbula, pero a medida que cumplía años sus escapadas nocturnas por el pueblo se iban haciendo cada vez más frecuentes. Todas las noches, con sus ojos redondos, abiertos, de lechuza, sus pasos sigilosos de lince resabiada y engalanada en un camisón blanco con puntilla en los puños y en el cuello, deambulaba por las callejuelas de adoquines cruzando plazas, pórticos y patios, hasta llegar al puente que atravesaba el río de las truchas. Parecía una niña de comunión anciana, con el rostro y el pelo cubiertos por un velo de bruma, y arrastraba a su paso una cola de encajes hecha de niebla y de relente frío.

Como un reloj marcaba el recorrido, en silencio y a ciegas, de su trayecto firme e inequívoco y tras ella un cortejo de zorros, culebrillas y alimañas conferían solemnidad y grandeza a aquella procesión improvisada.

Primero, tras salir de la cama de un gran brinco, descendía la escalera que daba hasta el corral de los conejos y allí, con más destreza incluso que el herrero, abría el portalón de doble llave sin dejar que escapara ni un chirrido. Una vez en la calle, subía a toda prisa la escalera de piedra que llevaba al portal del buen patrón, Sant Roc, rezaba un par de glorias y tres aves marías en un idioma que recordaba al íbero, y enfilaba sus pasos a la calle que llevaba el mismo nombre santo. Pasaba por delante de la iglesia de María Magdalena, donde aguardaba la comitiva de los animales, los zorros con sus colas y abrigos de piel tersa, elegantes, y las culebras siseando novenas, enredando sus lenguas en largos y ponzoñosos chismorreos. Ya en la calle Mayor, cada doscientos metros, más o menos, se adherían murciélagos, ratones, musarañas y algunas cucarachas rezagadas asomaban su hocico por las alcantarillas.

Una vez en la plaza de Don Blasco, Angelines bebía de la fuente, con sus propias manos, un agua que era un tempano de hielo, pero en sus labios sabía a agua bendita.

Toda la ceremonia ocurría a espalda de los vecinos que dormían tranquilos, agazapados en sus mantas de lana, sin sospechar siquiera que en la calle, bajo un viento iracundo y una niebla cuajada como leche de oveja, una mujer caduca, una fantasma virgen hipnotizaba a una montaña entera y a sus bestias con su extraño vagar y sus plegarias en una lengua que nadie comprendía.  

Tras descansar y recobrar las fuerzas seguía caminando por la larga avenida del Cid Campeador, y al alcanzar los confines del pueblo, a pesar de la dureza de las noches de invierno, enfilaba hacia el santuario del LLosar. Una vez en el templo, farfulleaba algo en aquel lenguaje extraño y desde allí, guiada por su olfato y por su instinto ancestral, apretaba la marcha sin reposo.   

La noche transcurría entre la ida y la vuelta por el camino que conducía al puente, dejando a los costados centenares de sendas que morían en bancales, con sus casas y muros hechos de piedra en seco y, a medida que se acercaba al rio, junto al sonido del trotar del agua, retumbaban pezuñas de cabras saltando entre las rocas para llegar a tiempo al ritual.

Y así finalizaba la peregrinación sagrada, con todos los animales en el río, bebiendo y compartiendo el placer de aquel bautismo eterno, el renacer del bosque y la montaña, volver a consagrar un vínculo perpetuo entre el cielo y la tierra, sumergirse en el líquido sagrado que fluye como arteria de monte y penetra cada célula madre, cada sorbo vital, el origen de toda la existencia.

Pero un día de mayo, a la hora del crepúsculo, el sereno tardó más de la cuenta en encender del todo las farolas, y antes de dirigirse hacia la venta que quedaba en otra aldea vecina, se percató de aquel espectro cano que descalzo rondaba por las vías, balbuceando palabras sin sentido, rodeado de sabandijas y de pequeñas fieras. La siguió a hurtadillas hasta el río y se escondió detrás de unos zarzales para deleitarse de la grata sorpresa, que al desvestirse para sumergirse en el torrente, se alzaron frente a él dos pechos tan albinos y orgullos como almendros en flor en primavera.  Y al ver las cabras que lamían sus senos, bebiendo de la leche de la anciana, a las serpientes envolver su entrepierna, a los zorros acariciar su pubis con las colas completamente erectas y aquella bacanal bañada por luceros y por miles de estrellas, salió corriendo en busca del vicario, horrorizado de tal visión obscena, aunque hubo de parar en el camino para desfogarse solo entre los pinos.

El cura dijo que eso no era de Dios. Ni siquiera en latín eran sus rezos, sino en la lengua de salvajes ancestros y reunió al alcalde, al alguacil y al médico para tajar de golpe aquel asunto.

Se ordenó al alguacil vigilar la casa día y noche y por nada del mundo permitirle a Angelines salir a dar escándalos de nuevo. Pronto aparecieron los animales. Aguardaban en vela, esperando a Angelines debajo del balcón. Las culebras susurraban sin tregua, los zorros, de tantos gimoteos, llegaron a quedarse afónicos y mudos, las cabras se enfrentaban unas a otras rompiéndose los cuernos en batalla, y los tiros de escopeta que el alguacil pegaba para intentar ahuyentarlos a todos, resonaban tan fuerte y hacían tanto estruendo que el alcalde mandó que se olvidará de espantar a las bestias y decretó poner rejas en ventanas y puertas, sellar accesos con cemento y cal viva y colocar candados en la entrada al corral con la llaves custodiadas por la iglesia.

Dos semanas después el sacerdote se acercó a llevar víveres a Angelines, pues al parecer se alimentaba de las hierbas silvestres que crecían en las macetas. Angelines devoró el bolo a mordiscos y la hogaza de pan la comió entera. Sin masticar se tragó un pastel de calabaza, dos docenas enteras de croquetas y medio kilo de longanizas secas. Durante este festín el vicario intentó convencerla de abandonar la brujería y volver su mirada hacia el Señor. Angelines le explicó que no era atea, ¡válgame Dios!, que el talento lingüístico de hablar la lengua de los antepasados y su capacidad de apaciguar las fieras era un don de la virgen, un regalo del cielo, una señal divina de volver al arraigo, chupar de las raíces de la tierra. Aquello al cura le pareció una herejía y le arreó un bofetón que la pobre Angelines perdió los pocos dientes que tenía. Salió despavorido a hablar con el doctor, pues aunque el padre le practicó un exorcismo, Angelines no estaba poseída y de su cuerpecillo enclenque y tibio no salieron ni brujas, ni demonios, ni harpías.

Al día siguiente apareció el doctor. Reconoció Angelines con la ingenua esperanza que su comportamiento se debiera a alguna enfermedad desconocida. La auscultó, tomó el pulso, se cercioró de su temperatura (36 en total), le revisó la vista, la tensión, la pesó, le palpó la barriga, los glúteos, las rodillas, le hizo dar volteretas para medir su elasticidad, le miró la garganta, dentro de las orejas, tomo nota de su dieta diaria y aún así, después de dos semanas de continuos exámenes y pruebas, diagnosticó que aquello se debía a un mal funcionamiento de la mente. Al día siguiente volvió con otro hombre y a la pobre Angelines le pusieron por vida la camisa de fuerza.

Y así pasaron días, meses y años. El rio se fue secando y la tía Angelines, traslada a una clínica de locos, perdió la capacidad de hablar en íbero. Primero le vino la apatía, poco después le siguió la tristeza, la falta de apetito y finalmente, su espíritu decidió alejarse en un alzheimer que le duró 10 años.

A su entierro acudieron, además de sus familiares, el médico, el alcalde, el alguacil, el sereno, todas las ricachonas disfrazadas de zorro y otras tantas fisgonas de mente retorcida vestidas de serpientes sin escrúpulos.

Y esta es la historia de la tía Angelines, acallada en el tiempo del olvido. Pero el poder que tiene la natura nos supera con creces porque es perenne, infinito, inagotable. Tanto es así que en los meses de lluvias torrenciales, cuando el cauce del rio recobra su figura y mana rebosante rezumando alegría, hay personas que juran haber visto a Angelines retozar con la luna y su manada. Otras tantas afirman, paseando en el bosque, percibir una estela en forma de mujer jugando con las cabras en las cuevas rupestres y entre encinas, e incluso algunos niños aseguran que hay una dama santa que planta robellones cuando nadie la ve entre la espesura.

Hoy nació otro bebé en nuestra familia, y creo que entre sueños y sonrisas, pronunciaba vocablos en una lengua mágica y eterna.  

viernes, 10 de abril de 2020

NONSENSE. Publicación en Irlanda. Cuarentena 2020


 WCP Staff April, 2020



Ruth Sancho Huerga on her terrace in Valencia, Cabañal, Spain.
The lockdown in Spain is taking its toll with many finding the strict isolation regulations difficult. Ruth Sancho Huerga shares some poetic thoughts on the daily routine.
It’s half past two in the morning and I’m still awake. We have kept very occupied during the first two weeks of lockdown…doing yoga, dancing, learning how to cook desserts, walking the dog, learning how to play the ukulele, walking in the house, teaching lessons online, singing songs, dancing, walking the dog again…trying to follow a routine.
I’m confused. We all are. Bored, and sad too, so many times. My friend called yesterday, crying, telling me that all her phantoms are visiting her mind. 
And I cannot sleep. It is impossible to be as I used to be. 
At least tomorrow morning the sun will rise again and, with its rays, it will warm our thoughts. And I will see the ocean from my rooftop. And it will be so quiet, calm, and huge, so beautifully flat, spreading, in its blue, a hopeful mirror shining in the horizon. 
 
The view from Ruth’s home, with a glimpse of the Mediterranean Sea on the horizon.

Are the birds noticing our absence at all? Is the breeze whispering our lack of freedom? Is that green new branch of spring burgeoning our Renaissance?  
From my terrace nothing has changed but everything looks different. The echo of the claps at eight o’clock every night peal on the wall of the buildings, on the concrete, on the apathic streets full of empathy and void, on the Emergency Room of an overwhelmed hospital, on the flowers of cemeteries where no one prays. But a thankful voice of an entire country is still breathing together in the same effort, sighting the same despair, fighting with our hands, even if it is just to draw a thousand rainbows and green hearts to hold from the windows.
The silence rumbles and bells from the church chime. And again, the sunset will paint our solitude with watercolors on the flouting clouds, to let us know that “everything will pass”.
Waves of patience flood the cities while the news says the same; that we should stay at home in planet Earth.  
Tonight, the cats will lie on cars and benches and meow to the stars that are bright like eyes. Eyes of repentance, of comprehension, big as the moon: a porthole window to our soul through which we can talk to the ancestors. The ones who suffered hunger and lived war. The vulnerable ones who stood up for our rights and built this world. We are calling them again. Remembering their names, faces and truth. 
It’s four o’clock in the morning here in Spain and I cannot sleep. No schedule, no rush, we have forgotten the date.  Still another three weeks to go. It’s tiring and useless to complain.
It’s five. It’s twelve. It’s nine… We will survive this nonsense.