En la alcoba del Riad nos desayunábamos sin prisa.
Degustábamos juntos
el té y la hierbabuena,
la dulzura,
el aceite y las frutas,
con su pulpa jugosa y su mordisco cítrico,
los panes y aceitunas,
la miel que se escurría
en las yemas de los dedos.
A veces,
mientras nos untábamos de mimos,
se colaba el canto del muecín
entre los arcos y las filigranas
de nuestros cuerpos empapados de aromas,
la llamada a la oración sagrada,
y entonces,
eras devoto de mi vientre,
y yo sacerdotisa de tu gozo,
y el exotismo excitaba el aire,
y yo era golondrina y tú eras fuente,
y yo era palmeral y tú eras viento.
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